Hace calor en
esa casa. Te desnudas lentamente. Estás cansada. Miras a través de la ventana
el oleaje de la noche. De una noche sin luna, solo las luciérnagas luminosas
cabalgando a través del universo. Hay marea baja, no hay nadie. Y desnuda sales
hacia la playa, hacia ese océano que congrega miles de vidas en sus
profundidades. Te entregas a él. Así, como si fuera tu amante. Un amante eterno
porque siempre vuelves a su acaricia. Pierdes la noción del tiempo. Ese tiempo
que se va. Pero tú lo haces perpetuo en la oscuridad de la madrugada. Te
sientes bien. Ahogados, náufragos, seres que vagan en su masa viva. Te produce
cierta congoja. Eres fuerte y a ellos te abrazas con tus lágrimas de sal. Y todo se ilumina. Un haz de no sabes dónde
viene hacia ti. No puedes ver. Lo agarras con tus manos, con tus sentimientos y
sientes ascender tu cuerpo sobre uno de esos astros ocultos de la noche. Desde
allí miras y miras. Miras el llanto crónico de esa masa azul. No sabes que
hacer. Sí, hace calor aunque es otoño. Sí, la muerte ronda con sus agujas y
navajas. Te quedas hasta el amanecer. Ves ese horizonte que se emancipa de la
oscuridad. Todo sigue igual.
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