Y ella danzaba y danzaba, con su traje de rayas, con su
traje de monótonos tintineos en la mirada de quien la miraba. Y danzaba y
danzaba. La tarde empezaba en un sol tentador donde las olillas calmas resurgían
en la travesía entre las rocas. Y ella con su traje de rayas verdes y blancas
se colmaba en la felicidad de un cuerpo, de un espíritu brotando en el
movimiento perfecto de sus pasos. Todo era hermoso. Todo era un intacto momento
en las horas cuando ella danzaba y danzaba. Los duendecillos de sus ojos
danzaban también, abiertos, cerrados…cerrados, abiertos. Su contenida respiración
imaginaba costas donde las ballenas cantaban a su cierto ritmo. Y ella danzaba
y danzaba, conversaba con sus piernas, con sus brazos, con toda su entereza. Y
la noche se hizo, una noche sin luna de primavera y su danza continuaba hasta
la extenuación, hasta que el sonido de los barcos avisaba de la hora del
descanso. Y ella danzaba y danzaba, alas prietas en el ligero despertar de los
sueños, de la libertad. Cada sensación la conmovía más y más, la alzaba más y
más y su danza no ceso hasta que sus ojos abiertos contemplaron la noche
estrellada, el filón de una vía láctea que la saludaba en su belleza. La brisa
vino y ella se detuvo cuando las ramas danzaron también como despedida, como
descanso de su esfuerzo. Y ella danzaba y danzaba. Y ella imaginaba e imaginaba
entre las olas seguían su mecer con el aire. Pero era hora de descansar con la
noche estrellada y esa brisa que le decía de la llegada de las hojas verdes
alborozadas en el vaivén de la brisa, de la brisa. Se quito su traje de rayas,
su traje de rayas blancas y verdes y desnuda se sentó en la orilla con la danza
de las olas, con la danza de las ramas. Un sosiego reconfortante la vigilaba y
el sonido de los barcos en la despedida.