Había cierto desconsuelo en una tierra donde la aridez
arrimaba los corazones bajo la sombra de los cuerpos. Solo un árbol retorcido y
con sus ramas disecadas daba reflejos de sombras que iban rayando el suelo.
Allí en medio de aquella desolación se halla María y Alba.
María: Quisiera volar donde la tierra fértil alimentara mi
alma, diera fresco a mi rostro cuando corriendo a ras de su verde espesura
contara cada uno de mis sueños.
Alba: Quisiera amar. Sí, enamorarme. Por qué no. Bajo la
sombra de rosas amarillas que dieran luz a mi espíritu para poder alcanzar la
cima de la alegría.
María: Quisiera. No sé. Desenvolverme bajo una cascada donde
sus aguas abundantes dieran calidez a mi cuerpo.
Alba: Quisiera gravitar bajo los astros cuyos espejos fueran
imagen mía, imagen de….
María: Quisiera que me miraras. Hace tiempo que no lo haces.
Atrás, de espaldas a este árbol que quema sus últimos gritos de vida.
Alba: Quisiera mirarte. Pero no más me atrevo. Existe cierta
muralla invisible que no me permite dar la vuelta. Me oprime. Me oprime.
El sol se asoma en
su ventana más abierta. Hostiga el rostro de ambas. El cuerpo de las dos, que
desnudas permanecen de espaldas una a la otra, la otra a la una en ese árbol
que chupa todo el ritmo de sus vidas.
María: Quisiera virarme. Verte. Saber cómo eres. Pero hay
cierto temor de entrar en la oscuridad de nuestras vidas.
Alba: Ja. Ja. La oscuridad…Acaso somos ecos de mayor
oscuridad que esta. Aquí, a pleno sol. En una tierra agarrada a la muerte. En un árbol cuyas retorcidos
candelabros de cenizas. Vírate. Espera. Espera. Primero dame la mano. Agárrame fuerte para cuando nos miremos las
lagrimas nos no rompa.
Mano a mano.
Manos que se tocan. Que se rozan. Que esbozan cierto magnetismo cuando el deseo
se impregna de una larga espera. Así, no
se miran. No se dan la vuelta. Solo las manos en aquella tierra baldía. Solo un
suspiro que nutrirá sus corazones hasta caer en el agotamiento, en el abatimiento
de que todo ha acabado.