-Hola ¿Dónde andáis?
- Hola, hola, hola. Pero donde
vamos a estar hija, aquí. Siempre con tu educación. Vienes mojada. Ándate
quítate esa ropa.
-No madre. No me quitaré la ropa.
-Pero qué dices. Pareces chalada.
- Por qué he de quitármela. Esta humedad…
-Sí está humedad que te enfermará
si no lo estás ya.
-Siempre lo mismo. Tus palabras
despectivas me hieren.
-Déjate de bobadas. Y quítate la
ropa.
-No madre.
-Pues aquí no entras. Si estás
mal vete a un loquero.
-No estoy mal. Son tus formas de
decir las cosas.
-Anda, anda. Que soy tu madre y
puedo decirte lo que me viene en gana.
Se va. Se difumina en la distancia de su
casa. Coge la dirección norte. Aun llueve. Allí el cabalgar efímero de las olas
sobre las rocas le rocía cierta ternura a su rostro, a su cuerpo. Siente ganas
de gritar. Por qué no. Vacía esa represión que llevamos dentro o nos induce a
ella. Ahora si se quita la ropa, se descalza. Y una mezcla de llovizna y gotas
salinas la acogen en el esplendor de sentirse libre. Sí, libre. Siente ganas de
lanzarse a esa mar que hace remolinos blancos ante su mirada. Y se lanza. Bucea
las entrañas de ese misterioso océano. Encuentra una caracola vacía y vuelve a
la superficie. Entre rocas se sienta mientras el golpeteo de las olas y esa
caracola emite voces lejanas. Voces que como las de ella son desahogo ante la
represión, ante los prejuicios.
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