El fuerte
oleaje. La sombra que da mi mirada. La lejanía de las montañas que se oscurecen
a medida que la tarde cae. Te acercas. Te aproximas con el resonar de pardelas
que buscan su norte entre los acantilados. La pesadez de mis alas. Se
despliegan e intentan volar y volar más allá del horizonte cobrizo. Veo tus manos. Lo único que observo de ti.
Veo el corazón en la penumbra de sus
días, el jadeo incesante de una ballena. Cementerio de sueños que corroen el
navegar por las estelas de los primeros astros.
Me arrimo. Me acerco a ti. Tú y yo. Yo y tú. Y formamos ese rompeolas
donde los deseos se fraguan al son de una caricia, de un beso, de unos pasos
que saltan al vacío. No, no mires atrás. Para qué, te digo. Y vienes con ese
encanto que seduce a los océanos. Hijas de ellas somos. Allí volveremos cuando
las penas nos aticen sin cesar y nos sumergiremos en esa boca cuyo aliento es
de sal y algas. Volveremos a nacer. Ya todo ha pasado. Aquí estamos. Tú y yo.
Yo y tú.
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