Las primeras luces del alba. El
ritmo de los pajarillos esbozando el canto de la vida. Camina hacia su balcón.
Un balcón donde las flores allí colgadas la premian con su gran colorido. Se
asoma. En el horizonte un océano claro y una bóveda naranjada. No sabe lo que
va hacer hoy, tal vez respirar. Inspirar y espirar el aliento de la mañana.
Medita sobre las estaciones idas. Se vuelve. Y en su salón el piano. Hace
tiempo que sus dedos inducidos por su corazón no componen algo que la lleve a
otras esferas de este mundo. Se sienta y comienza ser caricia de cada una de
las teclas hasta que una tonada le llegue, la albergue en un espacio lejano.
Lejos, muy lejos. Algo suena. Algo que le hace cerrar su mirada a su derredor.
Suspira y mientras una puerta se abre. Ella está sola. Pero alguien la escucha.
Serán las paredes de esa vacía casa. La oscuridad de su alma es sesgada y
emprende una huída a algún paraíso perdido. La puerta se cierra. Alguien anda
detrás. Por un momento mira pero nadie hay. Continúa tocando y tocando hasta
que se siente cansada. Una sombra se posa en su espalda. No siente temor. Está consumiéndose
en su piano. La abrazan ¿Quién será? Una niebla penetra por el balcón y acoge
toda la habitación. No se ve nada. La nada ronda a su derredor. Ella en calma continúa
tocando. No necesita ver cada tecla, cada nota. De inmediato desaparece y sobre
su piano pétalos blancos de rosas reposan. El aroma que insuflan le agrada.
Intenta coger uno y cenizas se hace en sus dedos. Llora, no sé por qué. Es como
si la vida se le hubiera ido. Se desploma. Su última composición es atmósfera
que la envuelve como sudario desgastado.
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