Una arboleda extraña, ajena a cada paso dado. Un cielo cenizo,
raro, rebosado de una lluvia advenediza. Un amanecer, enrarecido en un olor a
invierno. Ella se levanta y conducida
por un sueño de la noche se marcha de su casa. Es presencia en un camino donde
una arboleda, un cielo cenizo, un amanecer le tiende las raíces manadas de lo
hondo de la tierra. Ella se lía con ellas, las acaricias, las besa, las
sostiene en sus labios. Retrocede a su sueño, un sueño agarrado a un amor distante,
un amor albergado en los astros sin huellas en su piel, en su tez. No la
pronuncia, no deja que se escape de una palabra de quien será…¿Quién será? ¿Quién
será? , me pregunto. Pero ella se deja
ir en su sueño, en ese sueño amarrado a puentes transparentes en el tiempo. La
ve, no sabe cómo, presiente el abrazo, el beso atrás de sus párpados. Y el sueño viene una y otra vez a su memoria.
Una imagen intacta en el escalonado avance de las estaciones. Siempre la misma.
Conversa con su yo. Conversa con esa arboleda extraña, con ese cielo cenizo,
con ese amanecer que tanto la seduce a seguir. Un arco de colores tira de ella por un
instante, un cielo que se despeja, una arboleda que desaparece, un amanecer en
su adiós y ella de pie. Mira atrás, su casa y vuelve a ella. Cierra los ojos y
pausadamente suspirando camina hasta bajo su techo. Cierra la puerta y vuelve
donde los sueños son historias de la memoria.
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