Descubro en el sudor de los atardeceres los perdidos ojos de una salud que se evapora. Mi uniforme de blanco, mis pasos apresurados hasta que lento entro en esa habitación donde la molicie tiene rostro marmóreo. Ojos que miran las últimas gotas de aire, en espera. No . No. No molestar al que en el camposanto será destino de siemprevivas, de rosas rotas. Tímidamente entro, la muerte ronda en su rigidez, en su tez grisácea. Un sudario para cuando las manos de los que lloran se despidan, una camilla directa al mortuorio y el canto de lo gélido. Mi uniforme de blanco, mis pasos apresurados por pasillos donde la mirada se apoya en el silencio, en la nada. El adiós. En el pensamiento cuando regreso bajo mi techo reboza un cierto malestar, un cierto quejido hondo. Detrás de la muerte vacío, llantos, incoloros despertares monótonos con la sensación de pesadez. Me miro ante el espejo y respiro en la profundidad de los sueños. Ojos que miran las últimas gotas de aire, en espera. Entradas, salidas y la sensación incomoda de la presencia de la pena, del dolor. Una habitación vacía, sábanas que se retiran y el jadeo de aquellos que estuvieron. Mí uniforme de blanco, mis pasos apresurados hasta que lento entro en esa habitación donde la molicie tiene rostro marmóreo.
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