Con los ojos
escarchados miraba el horizonte en su despertar. Un cielo cobalto la embriagaba
a esas horas cuando la luna se escabulle y solo el astro rey desea sobresalir.
Meditaba en la jornada del hoy, una jornada envuelta en la pesadumbre, en la
nostalgia. Desde su ventana los pajarillos no dejaban de cantar la balada del
alba, el ronroneo del oleaje le llegaba como un eco lejano que se precipitaba
por veredas desconocidas. Comenzó a
soñar. Sí a soñar. Caravanas de yeguas que en su galopar transmitía el brote
salvaje de la naturaleza. La rodeaba. La atrapaba. Y con ella crecía el musgo
que en su piel se iba impregnando. Ahora era toda verde, toda humedad con ese
aroma especial de la madre tierra. Se sentía protegida, acogida por el imperio
de las arboledas que iba arrimándose como hermanas suyas. El sol no se veía. La
sombra de las ramas solo dejaba pasar algunos doradas hebras que incidía en sus
ojos. Se quedó estática, inamovible de lugar de manantiales y frondosidad.
Despertó. La lluvia venia y el firmamento plomizo le decía que tenía que cerrar
las ventanas. Pero no. No quiso. Quería saborear la esas gotas como telón de
fondo a lo cotidiano. La nostalgia se había ido y la sombra de la pena también.
Ahora era más ella. Solo ella y este mundo que gira y gira.
No hay comentarios:
Publicar un comentario