Te vistes.
Así, con el sutil vuelo de una paloma de un ventanal. Miras. La observas y en
su aleteo sientes ganas de ser como ella. Te vas. Así, con el silencio de tu
mirada cuando la aurora pronuncia una multitud de colores en el horizonte.
Adiós, te digo. Tú, no dices palabra.
Solo las mareas despuntan un cierto rumor que me hace pensar que ya no
te veré más. Ahora solo. Sí, solo con
estas cartas que te he escrito a media luz con los ecos del llanto. No sé lo
que haré con ellas. Tal vez encienda una fogata de rosas y sople para que el
viento se las lleve al infinito del universo.
O mejor pensado, serán entrañas de una botella que viaje por los
océanos. No sé. Es todo tan difuso
ahora. Me acercó a la ventana. Veo alejarte. Sí irte por esas calles donde tus
huellas no volverán con tu aroma. La primavera acaece con el gemir de los
delfines que pierden su libertad, la libertad de los mares en su danza. Lanzó
botellas. Una a una. Quién las recogerá. Qué pensará. Quizás seas tú cuando en
la próxima orilla te des cuenta de todo lo que te he amado. De tanto que te
querido. Te da igual. Sigues por esas calles con la sombra de los primeros
rayos diciendo adiós. No te viras. Tambores ensangrentados oprimen mi pecho. Mis
lágrimas caen sobre mis manos calladas y una cierta pena me cancela. Estoy
embotado. Estoy difuso. Estoy confundido. Y todo por la creencia de que me
querías. Sí, no había señales de una ida hoy. Precisamente hoy cuando el sol
sonríe, cuando los pajarillos toman de la fragancia de las flores.
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