Agazapados en la inercia de las raíces
que los mantienen a la vigía de las ánimas de antaño, viejas costumbres bajo
los ficus de un parque corroído por el paso del tiempo. Se miran, ojos caídos y
ojerosos exhibiendo la vejez de sus manos, los trabajos, el sudor y el
sufrimiento del ayer. Alguien pasa ante ellos, los mira con la rareza del
agotamiento, de alas rotas por la pesadez de plomizas nubes. Lloverá. Ella es
joven, ha alzado su vuelo más allá del interrogante escondidos en
sus miradas cuando la ven. La voz de la sabiduría le viene lenta, ya decaída y
en su reconditez vuelan las conversaciones de ellos. Se lo imagina, en otra
época, más maravillosa pero que garraspea alguna pena. Detrás de ellos la
iglesia que por siglos ha estado ahí, solemne, abatida por oraciones triste de
un pasado. Es inerte, agarrada a todos los que ante ella son pisadas. Llueve.
Los ancianos se meten dentro mientras ella observa, cierta vergüenza la sacude
y prefiere estar fuera, mojándose. Le da por correr, galopar más allá de aquel
lugar, su pueblo. Se interna en la densa penumbra del Monteverde, ahí se siente
protegida, escudo ante la voracidad de la evolución de la existencia. Y espera,
espera la calma del chubasco. Huele a tierra, a musgo. Embriagada mira al cielo
gris, tormentoso y respira. Con lo bien que estaría bajo el techo del templo de
un Dios insonoro. Tirita, muerde sus labios, un leve arroyuelo de sangre maná y
regresa. Sí, regresa al pueblo, su pueblo, sin miedo al que dirán. Ahí los
ancianos sentados bajo los ficus contando sus historias, ya ha parado de
llover. Pasa y no la ven, ha desaparecido en las entrañas del bosque solo su
luz es vista por algunos que en las venideras estaciones será contada.
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