Viene la astuta, viene gélida,
viene silenciosa, viene ávida, viene con la celeridad de la ignorancia. Muerte.
Parada absoluta donde la existencia se anula, se hace hermética. Muerte. Viene
cuando son las once. Viene con el quejido último hasta la sepultura. Y escucho
el sonido sórdido de la ida. Y escucho el estupor de la oscuridad. Y escucho la
impotencia de las manos que no lucen el brío a la vida. Ojos ruidos. Ojos
opacos. Ojos abiertos. Ojos dolidos. Ojos perdidos. Ojos enrarecidos por los
pantanos del adiós. Muerte. Parada donde el corazón dice no más. No más
alargamiento de una atmósfera telúrica. Y bebo agua. Y un temblor se aposenta
en mis piernas, en mis espaldas. Jadeo la pena. Y mis pisadas son cristales
rotos donde el aire no llega. Muerte. Existencias desparramadas en un adiós. Una
sala. La muerte. Y la voz se hace un hilo de agua que no corre. Y me reviento.
Y bebo agua. Y un temblor de rajadas sensaciones, despellejada verticalidad me circula.
Y son las once. Adiós, me siento caer a la deriva. Me siento con una tristeza
incurable en el transcurso de un tiempo donde la memoria será cicatriz que no
dejará de sangrar, de expulsar lo trágico de ese instante. Muerte. Me recompongo, busco cada pieza para mi
entereza, para mi disimulo del dolor y se agrietan los minutos, las horas, el
tiempo. Muerte. Y el adiós. Y son las once.
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