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La madrugada, despierto donde me
había quedado, en el sofá. He sentido la llamada de alguien, pronunciando mi
hombre. Una llama que se revolvía en el silencio y la angustia. Una angustia
que yo ahora poseo, aquí, en este sofá, frente al piano. Parece que solo se deleita
con una pieza. Y es que lo escucho, es algo tórrido y triste a la vez. Mi
corazón gira y gira entorno a ella, ahora, desde la distancia. Me levanto, con
la molicie de esta columna vertebral que quiere quebrarse para no andar más. Me
fijo en el piano y calla. Estoy en ese estado de embriaguez de la pena y la
esperanza. Esa esperanza que se fuga a cada minuto, cada segundo que paso. Miro
el almanaque , los días se agranden, me acogen entre las neblinas de mi sombra
y bebo agua….mucha agua. Voy hacia la caja donde están los restos de aquellos
cuerpos de las montañas sagradas aborigen de la isla. Cuando espabile, mañana,
la llevaré al instituto forense antes de ver a madre. Quiero una solución , un
estudio de esos restos para poder realmente construir su historia y narrarla en
la cabida de la suposición e imaginación. Aunque ya la tengo en mis manos,
quiero asegurarme. Una tribu. Otra tribu. Dos jovenzuelos, casi chiquillos. El de
un rango inferior , ella una princesa prometida en lazo de su nacimiento. La
huida. Una huida bajo un mar de estrellas que los llevaron hasta ese lugar
donde ellos gritaban a sus dioses, donde honraban con sacrificios para la
venida de la buena lluvia, de la buena cosecha, de la buena suerte. La búsqueda
, frenética, ambicionada de venganza de sed y hambre de muerte. Habían cometido
un comportamiento castigado por cada una de las tribus aborigen. ¿Y la muerte,
por parte de quién? A ello quiero llegar, ellos abrazados en el último calor de
la noche, del día, de las estaciones. Y pensar que aun seguimos igual en muchas
culturas, se me eriza la carne, un frío demoledor se incrusta en mis cachetes y
respiro. El gen del mal existe, creo. Hay quien hace el mal, por hacerlo y
puede ser cualquiera. Siempre con la máscara batalladora de su maquillaje ante
una sociedad cegada. Y otra pieza, me siento en el piano y dejo que mis
sentidos muevan mis dedos amaestrados matemáticamente en busca de la
inspiración. Un piano. No hay partituras solo, los alientos del alma, de esta
eviterna melancolía que azota mi contemplación respeto a este mundo. Fuera treinta
grados y es la madrugada. Sudo, el ventilador pequeño de la madre, de mi madre
me desquita en mi silencio y soledad, solo el piano, algo de fresco. Y no sé
que porque siente una tranquilidad majestuosa…demasiada tranquilidad. Esta
especie de música, de melodías pequeñas suenan cuando son las tres de la
mañana. Sí, las tres de la mañana, cuando la isla duerme, cuando en su
agitación mi madre gravita en una habitación de paredes blancas y piso gris. Desde
mis sentidos intento llegar a ella, la espera se hace desgarradora. Y a veces
es que soy rastros de la desorientación, de esta incertidumbre que me muerde. Y
toco. Y me es igual la hora. Las tres, son las tres. La tengo en la mente,
junto a sus latidos. Ahora que busco mi yo, su yo. En estas notas las hallo. La
madrugada es oscura y callada, solo conversa la música con mi espíritu. De vez
en cuando un resoplido insufla mi tensión y me siento caída, perdida ,
continuo. La música alivia todas las penas.
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