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Abrir los ojos. Mirar a tu
derredor. Las olas, incansables, perpetuas, en el infinito de su aliento. Sola.
La arena. La orilla. Tendida en medio de un otoño donde la playa vacía se ramifica
en mis sentidos, verticales. Mirar a la bóveda celeste. Un cielo límpido y puro
me absorbe, me atrae como presa de un arco de colores después de la lluvia. Una
gota liviana, frágil resbala por mi tez, por mi vientre, desinflado,
deshabitado de ánimo. Siento el hormigueo de las olillas que llegan a mis pies,
desnudos. Un reflejo de un ser abatido, caído. Una guerra terminada cuando se
pensaba en la eternidad de su daño, de esas penas de los danzan con las balas
de la muerte, con los fantasmas de los desaparecidos, con la sangre en sus palmas
cuando las miran y es que no pudieron salvar, rescatar de la rigidez de las
tumbas anónimas. El regreso a casa, a ese hogar, a esa ciudad donde una
humareda de destrucción los agolpa en un miedo ya ido solo, el tormento. Se ven
como extraños, como forasteros de un lugar desconocido entre nieblas y penumbra,
entre miseria y hambre. Me duele la cabeza. Un sudor apuñala mi espalda, mi
frente y despierto. Estoy en el salón, una tenue música ambienta mi hogar y
siento mareos, fatiga. Una punzada me encorva y voy directamente a vomitar. Y
es que no soporto los restos de una guerra, de una matanza inexcusable, de un
golpe en las sienes donde si sobrevives serás hijos de las tormentas, de esas
borrascas endiablada en su ruido sórdido. Te sentirás caído, caída cubierto por
ortigas que treparan hasta ahogarte y cuando la noche llegue te cubrirás en tu
cama o mejor dicho en un lugar con el miedo que suenen las sirenas del horror.
Pesadilla. Delirio. No sé como enforcarlo. Aturdida, dejo de vomitar, voy a la
cocina y abro el grifo del fregadero. Dejo correr el agua. Bebo de esa agua sin
pensar, sin detenerme a si se puede o no beber. Me refresca. Un escozor
despeina mi verticalidad, me desplomo. Ojos que observo. Ojos que imagino en
una pena torturante, en una pena fosilizada para el resto de sus días. Esa
situación me incomoda. Y es que la salud se pierde, la salud en su todo , ya
sea física como psicológica. Agárrame fuerte le digo a esos ojos que observo,
mira mis manos, están limpias, no tiene manchas de daño sino de una larga pena.
Agárrate a mis pisadas, a estos pasos eclosionando donde las nubes dibujen afectos
agradables, gráciles para tus sueños…si es que tienes sueños. Es de madrugada,
mes de septiembre, la luna se ha asomada a este chiquito planeta convulsivo,
aburrido. Los estragos de las guerras son perdurables, inagotables, murmurantes
como cuando rompen los espejos al mirarnos y nos cortamos al coger un pedazo de
ese dolor fragmentado cada estructura en pena. Somos seres de la lástima, de un
lamento insonoro pero existente, recogidos donde nadie nos ve. El móvil. Suena
el teléfono y es de madrugada. Me enderezo pero dejo que el agua del grifo del
fregadero siga corriendo. Voy al balcón, me asomo. Oh . luna de los
desaparecidos, de los desamados, de los huidos, de los muertos de este mundo. Si,
oh, luna , tan inerte, tan fría, tan lejana. Me declaro cobarde. Sí, cobarde. Suena
el teléfono. Todo este nocturno de luna clara es gris. Sí gris como esa
habitación de paredes blancas y suelo gris.
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