domingo, enero 27, 2008

La Aldea





Recibí la carta ayer por la mañana. En ella se relataba las últimas horas de mi madre. No me dio tiempo de besarla en vida. Mi madre muerta está. Cogí el tren de las cinco y en tres horas llegue al pueblo. No era domingo pero como si lo fuera. Me baje del tren y en el anden no había sombras en movimiento. El médico del pueblo llamado Ignacio me vino a recoger en su seat viejo. No hubo saludos, ni me miro. Me llevo directamente a la casa de mi madre. A mi madre llevaba años sin verla y sabía por sus cartas que estaba viviendo con mi padre. A él no lo conozco. Cuando pequeña se había marchado a la guerra como republicano después estuvo preso y a partir de ahí durante veinte años no supimos más de él. El volvió y cuando volvió yo ya no estaba, me había marchado a la ciudad como sirvienta de una casa. Ahora regreso, deseo ver por última vez a mi madre y así conocer a mi padre. Pero este silencio del doctor me incomoda, supongo, que será por asuntos de política. El pueblo estaba vacío, el blancor de sus casas tomaban un aroma malva a medida que la noche se nos venía encima. No había algún alma sobre sus aceras, es como si fuera un pueblo fantasma. El viento azotaba con rabia, las ramas de los árboles se mecían llamando a la luna, las campanas de la iglesia no dejaban de tocar. Yo me sentía incómoda.
-¿Por qué no dejan de tocar las campanas?-le pregunte al médico.
- Muchacha como puedes preguntar eso. Son las costumbres de este pueblo. Hasta que el cuerpo de tu madre no se halla enterrado seguirán redoblando si no hija los espíritus que descansan bajo tierra se pueden volver contra nosotros.
Ante aquella respuesta seca me callé. Tal vez, tenga que decir que me asuste un poco ante las supersticiones de esta gente además que el rostro del médico reflejaba un pánico disimulado. Sentía de él un perfume glacial como si yo no fuera bien recibida. Al llegar a casa de mi querida madre me encontré como es costumbre en La Aldea hombres con fúnebres cantos portando antorchas. La noche era oscura y no había luna por lo que parecían luciérnagas en movimiento. Me baje del auto y sin mirar a nadie porque parecían que estaban en trance entre en la casa. Dentro estaban las mujeres y un solo hombre velando a mi madre. Yo supuse por la descripción que me había dado mi madre en las cartas que aquel tenía que ser mi padre. Me acerqué, con la mirada gélida y desconfiada de aquellas mujeres, a aquel hombre. Le di un beso. Sus ojos agotados y ojerosos de tanto llorar se irguieron sobre los míos emanando un calor especial, un calor que no había sentido con estas gentes. Las que me observaban lo hacían con desprecio ya que era mala señal dar muestra de afecto cuando el cuerpo está aún presente. Luego, me dirigí a mi madre. Su ser en la inexistencia, su palidez me hicieron arrojar ese líquido salino que se aguarda en nuestras entrañas. Lloré como jamás había llorado. Y ante la mirada de negativa de las de allí presente le di un beso en la frente ¡Qué fría estaba¡ Pero, estaba tan bella, tan rejuvenecida que comprendí que ella y mi padre se tuvieron que amar muchísimo. De repente, de su boca comenzó a brotar una flor. Dicen en mi pueblo que ello es buena señal. Yo sin que nadie se diera cuenta la cogí. No fue así, se dieron cuenta y ante aquello sus ojos de cuchillos me lo recriminaron. Yo no me di cuenta pero alguien ya había ido a dar el aviso. Sin más en menos que canta un gallo me vi rodeada por los hombres que llevaban las antorchas.
- ¡Bruja¡ ¡Bruja¡ ¡Bruja¡ Vienes a llevarte la felicidad de este pueblo. Ello hay que impedirlo.
Yo, anonadada, no sabía que hacer. Ya sabía lo que me esperaba ante esa acusación. Aquí suelen meter a la gente con estos casos en el calabozo y luego ahorcarlos.
- Esto es así mi hija- grito desesperado mi padre- Llévensela
No se como huí, solo se que el médico que era encargado de llevarme a prisión me dejo en la estación y así salve mi pellejo.

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