lunes, enero 28, 2008

La noche

Me había despertado con el vals del astro rey incidiendo en mi ventana desde muy temprano. Me asome. Daba a la ciudad un aspecto límpido y claro. Yo me sentía feliz, una felicidad inaudita caracterizada por el brillo de mis ojos y una sonrisa contagiosa que revoloteaba por el aire de mi casa. La estación del calor había llegado. Ese día en mí se irradiaba una vibración especial. Me iba de acampada por esos parajes vírgenes de la isla. La escena era gigantesca y bella. Una belleza tan magnífica que casi rozaba la perfección. Sentir las palabras de la naturaleza en su metamorfosis con la brisa, caminar entre ancianos pinares mientras algún pinzón azul escurridizo es aroma de ese vergel, escuchar la música celestial de los arroyos y, lo más, ese firmamento enjaulado de constelaciones cada una de ellas reflejo de la sabiduría. Y, así fue. Así sucedió. Yo y la naturaleza. La naturaleza y yo. Nos anudamos, nos enredábamos, nos amamos hasta las últimas horas de la madrugada. La oscuridad era barca olvidada a medida que estrellas fugaces se quebraban en el firmamento. Jaleo de inolvidables notas de ese bosque resplandecía en mí hasta la muerte de la noche.

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