Gritos. Oscuridad. Una mujer que
se mece en la pesadez de su cuerpo. Se mira al espejo y en el se refleja algo,
una obsesión, una abominable amasijo de carne que la encadena a ser eco del
terror. Gritos. Oscuridad. Corre. Un cuarto de baño. Vomita. Se introduce los
dedos hasta hacerse daño en su garganta. Se odia. Un solo bocado puede ser
mortal para su mente, para esa manera de observarse, de mirarse. Su cuerpo y
mente sumergido en el miedo, en el temor de ser gramo que se consagra en su
entereza. Necesita desprenderse de ello. Es medio día, el sol gira con sus
potentes lazos anaranjados que le aprietan sus piernas. Desesperada es sumisa a
el y aunque las horas no la apremian para ser descanso cabalga. Cabalga a ras
de un asfalto duro y negro que parece que se va derretir ¡Cuantos kilómetros¡
Todos aquellos necesarias hasta que comprenda que no le queda un ápice de
calorías. Gritos. Oscuridad. Llega. Se encierra en su habitación. Una
habitación de paredes blancas y frente a
ella ese maligno, el espejo. Llora de agonía, ya no puede más. Pero no lo ve,
no se ve. Solo un cuerpo que danza deforme con las llamas infernales del
rechazo. Las horas pasan y la tarde seduce al astro rey, lo retira con un beso
de muerte para adentrarnos en su caída recibida por la luna. Otra vez… No se
contiene, ingiere más allá de la saciedad. Correr y correr hasta ser vomito,
hasta que la plateada coreada por los astros en su extensión la consuman en
fosas satinadas de amargos. Y llega los gritos, la oscuridad absoluta. No, no
recuerda. Su mente se queda en blanco cuando es ingresada en esa unidad del
hospital que intentarán resucitarl. Tal vez no sea demasiado tarde….
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