Se sentía el
silencio de las miradas. Una bruma temible abrasaba todo ser que se tropezara
con ella. El silbido de las ramas ante algunas ráfagas del viento invadían todo
el ambiente. De repente se encendieron
las antorchas. El muerto en su cama era mármol blanco que hacía señas al mundo
venidero. Solo una vela en la mesilla. De uno en uno iban pasando los
familiares, los conocidos, los noveleros. Querían ver a ese ser que en otro
tiempo fue tempestuoso oleaje de la maldad ahora carcomido por lo estático y
blanco de sus movimientos. Aun así le temían. Cualquiera sabe que tipo de
demonio podría insuflar ese cuerpo inerte. Todos le daban la espalda, no
querían mirarlo. Para qué ya si era mortaja. Era la noche. Una noche sombría y
amarga. Sin embargo algunos en su interior y en el cruce de sus ojos se
preguntaban que sería de su vida sin él. El él que ordenaba, mandaba y azotaba
con su lengua venenosa a todos y todas. No tenía hijos. Despreciaba a las
mujeres. Despreciaba a los hombres. No se sabe muy bien por qué pero los
observaba con cierta ferocidad y agresividad que cualquiera que tropezara con
el gris de nube de sus ojos caía en la desgracia. Ahora todo se había acabado.
Había como costumbre coger ese cuerpo y bajo la luz de las antorchas
enterrarlo. Nadie se atrevía. Todavía el temor ambulaba en ellos. Todos
pensaron lo mismo. Dejar el cuerpo. Dejar la casa. Dejar las antorchas y que
ellas hagan lo que tienen que hacer. Se fueron como huyendo por la cobardía. La
casa ardió. Cada llamarada dibujaba figuras deformes que gritaban, que gemían.
Pensaron que alguna maldición les caería encima por no llevarlo al camposanto.
Pero ya les daba igual. Tanto y tanto sufrimiento ante un ser. Corrieron bajo
las espantosas llamas. Llamas que los llamaban. Que los nombraba uno a uno. Se
congregaron en la iglesia y rezaron y suplicaron. Pero era imposible y pueblo
se envolvió en llamas. Todo destruido. Todo cenizas. Tendrían que comenzar de
nuevo. Sí, de nuevo ahora sin la grotesca mirada de él.
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