Gravitar bajo
los astros de la madrugada. Ahuyentada del ritmo de los sueños que sobrevuelan
la noche pesada. El sudor se perpetúa en mi vientre y lentamente elevo anclas
para admirar como la ciudad duerme. Escucho el canturreo de algún pájaro perdido
tras las lluvias. Escucho el murmullo de las olas que llevan a un océano donde
mi cuerpo desnudo se sumerge para sentir su caricia. Medito con la atenuación
de estar despierta por esa vida que sigue sobre las tempestades que azotan al
alma. Los latidos se vuelven fecundidad de flores que pueblan mis senos ¿Hay
alguien ahí? No, solo el tiempo que corretea al amparo del hechizo de un
almanaque donde las estaciones se esfuman. Un grito penetra por mis venas y
siento la necesidad de reducirme a cenizas. Cenizas que volarán a ras de una hierba que no siente la humedad de
unos labios. Y girar y girar siempre en
lo mismo. En ese epicentro donde el ser se balancea en la soledad de sus lunas,
de sus soles. El lamento llega. Sí, llega. Llega con cadenas y esqueléticos
perros negros que me hace huir y huir.
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