Te has
levantado cuando el sol incide en tus párpados como alimento de la vida. Lenta
y con delicadeza te yertas ante él. Te tienes que ir. Sí, vagar por esas aceras
grises de la ciudad con carta en mano al encuentro de una ilusión. Te sientes
cansada. Siempre lo mismo. Puertas que se cierran ante tus experiencias.
Años de trabajo, piensas, que terminan en una cloaca. El sol que te desenlazó
tu ánimo a seguir se ha vuelto tosco, monótono, oscuro. Retornas bajo tu techo
cuando eres alianza con la caída del sol. Te encierras. Te miras al espejo. Y
tus penas son sombra que se mece con aliento de la desgana, de la
desesperación. Vas a la cocina. Solo un bote de leche y un pizco de café. Eso
es lo que te queda. Miras tus manos. Manos vacías. Manos ensangrentadas de
tanta desesperanza. Te acuesta y el
rumor de los sueños te lleva por precipicios que tienden un puente a la nada.
Todos caen y caen. El sudor te despierta. Miras el blanco techo y tus ojos
castigados caen vencidos por temor, por el miedo a la miseria. Respiras hondo y
la calma vuelve a ti. Mañana será otro día.
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