lunes, octubre 29, 2018

EN LAS PROFUNDIDADES...


En las profundidades, donde los rayos solares se ocultan navegaba ella entre caballitos de mar. Sus ojos oscilaban en el secreto que estos guardaban. Ellos, libres, movidos por las mareas a lugares dispares. Ella, bien, se sentía en un mundo, en una atmósfera de lo común. Ellos la llevarían al misterio y en su mirada descubriría lo que ellos guardaban. No se lo diría nadie para que la especie no desapareciera como tantas otras. Se lo agarraría en una parte de su reconditez hasta hallar la persona idónea del secreto. Llegaron a una cueva submarina, al principio temerosa y luego segura se introdujo. Y allí vio  lo que tenía que ver. En un rincón amplio no había agua. Se sorprendió al ver seres extraños o no tantos ahí. Seres que creían muertos en el suceso de los ahogamientos por naufragios. En ese lugar inexistente para la razón humana había una existencia, sin embargo, por lo oscuro de la gruta sus ojos eran blancos. Tan blancos que la luz que desprendía la distorsionaban, la hacían perderse en sí misma, la echaban, como si ella no perteneciera a ese fragmento de vida todavía rondando en el planeta tierra y más exactas en sus profundidades. Tan blancos que ya la tumba no sacudía a sus almas huídas. Tan blancos que la pureza de sus movimientos la maravillaba. Tan blancos en bondad que de su asombro y encanto no despertaba. Dio media vuelta y buceando se marchó, por un momento miró atrás y tanto los caballitos como la gruta desapareció en lo hondo del océano. Llego a la superficie y a lo lejos avistó un cayuco y detrás delfines en la danza de la muerte. Cerró los ojos por un instante y cuando los abrió la nada. No sabía bien que sentimiento expresar si dolor o preocupación. Lo que no cabe duda que esos tragados por el malestar del oleaje encontraran un lugar, allí, donde los caballitos marinos son guardianes de los mares. En la orilla, todavía con el crepúsculo de la mañana, el vacío alborotaba la playa. Cogió sus cosas y de nuevo miró atrás, un horizonte plagado de cierta melancolía la recorría con sus malvas y naranjas tonalidades. La tristeza la embargó y por unos instantes se sentó frente a las olas. Sí, las olas, donde rompe con las negras rocas magmáticas. Olió la lluvia que venía, una tristeza la atizaba pero el secreto de los caballitos de mar no podía saberse. Ella se retorcía por momentos y luego cuando prendió la marcha a su casa un cierto sabor a alegría de vida la iba rejuveneciendo en sus pasos torpes.  


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