Y corría el siglo
XVI, los riscos se amontonaban en siete , en siete diabólicas cavernas, según
decían, de mujeres expulsadas del pueblo. Siete eran ellas, Siete almas vigilante de las cimas de todo lo que
cursaba abajo, en la aldea. Sus miradas se perdían en las nieblas de un otoño
precoz, duro, cruel, sombra de sus ojos blancos de tanta oscuridad. Fueron
arrancadas de sus vidas cotidianas con el rajar de sus quehaceres , de sus
saberes. Una escribía lo censurado, una leía lo prohibido, una sanaba con sus
manos maduras en la noche cuando lo prohibido saltaba la muralla, una era
partera con los métodos por ella misma creados y malignos ante la comunidad,
una era música de las bellas melodías en un convento donde todo era clausura, una
era en sus pensamientos vestía trajes de hombres y cabalgaba más allá del
horizonte donde las olas rajan la libertad y llegamos la última aquella que
pintaba todo mal de aquella sociedad y sus creencias. Ahora vivían en el aislamiento, en esos riscos
donde nadie podría llegar, donde nadie debía ir. Las llevaron para que ellas
mismas se cruzarán con su propia muerte habiendo ya sido torturadas en esa
atmósfera enrarecida de una aldea donde las órdenes la dictaba la iglesia. Una religión manoseteada por cruces en la
deriva de todo lo que era pecado. Nacer mujer ya lo era en sí, catalogadas como
bestias del callar y de la nada. Una sociedad marcada por hombres recelosos,
envidiosos, usureros de su potencial, de su fuerza. Siete eran ellas, siete
almas vigilantes en las cimas de los riscos. Mujeres con cicatrices ante la
devastación de sus cuerpos ante el más cruel de los castigos. Amarradas por las
manos, por las piernas, por el cuello, por la cintura. Arrastradas ante un público
hermético, carcomidos por ideas erróneas. Pasadas por hogueras donde el fuego y
la muerte jugaba a las carcajadas de las miradas que creían que serían su
salvación, miradas hechizadas por el santo oficio. Siete riscos, siete mujeres.
Desnudas, que solo se alimentaban de la dejadez de los campos cultivados cuando
la noche llegaba. El gran poder pensaba
que así sanarían, creían que la muerte las sacudiría sino volvían a la
normalidad. Y las siete almas vigilantes de las cimas seguían sus propios
ritmos , se transmitían entre unas y otras cada pensamiento, cada deseo, cada
fuerza para mantenerlas en vertical con el aliento que nutria sus huesos. No se
conocían, pero lo sabían. Sabían que habían siete riscos, siete cavernas donde
siete mujeres se entregaban a su arte, a su pasión con el paso del tiempo….
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