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Y corría el siglo XVI, los riscos se
amontonaban en siete , en siete diabólicas cavernas, según decían, de mujeres
expulsadas del pueblo. Siete eran ellas, Siete
almas vigilante de las cimas de todo lo que cursaba abajo, en la aldea.
Sus miradas se perdían en las nieblas de un otoño precoz, duro, cruel, sombra
de sus ojos blancos de tanta oscuridad. Fueron arrancadas de sus vidas
cotidianas con el rajar de sus quehaceres , de sus saberes. Una escribía lo
censurado, una leía lo prohibido, una sanaba con sus manos maduras en la noche
cuando lo prohibido saltaba la muralla, una era partera con los métodos por
ella misma creados y malignos ante la comunidad, una era música de las bellas
melodías en un convento donde todo era clausura, una era en sus pensamientos
vestía trajes de hombres y cabalgaba más allá del horizonte donde las olas
rajan la libertad y llegamos la última aquella que pintaba todo mal de aquella
sociedad y sus creencias. Ahora vivían
en el aislamiento, en esos riscos donde nadie podría llegar, donde nadie debía
ir. Las llevaron para que ellas mismas se cruzarán con su propia muerte
habiendo ya sido torturadas en esa atmósfera enrarecida de una aldea donde las
órdenes la dictaba la iglesia. Una
religión manoseteada por cruces en la deriva de todo lo que era pecado. Nacer
mujer ya lo era en sí, catalogadas como bestias del callar y de la nada. Una
sociedad marcada por hombres recelosos, envidiosos, usureros de su potencial,
de su fuerza. Siete eran ellas, siete almas vigilantes en las cimas de los
riscos. Mujeres con cicatrices ante la devastación de sus cuerpos ante el más
cruel de los castigos. Amarradas por las manos, por las piernas, por el cuello,
por la cintura. Arrastradas ante un público hermético , carcomidos por ideas
erróneas. Pasadas por hogueras donde el fuego y la muerte jugaba a las
carcajadas de las miradas que creían que serían su salvación, miradas
hechizadas por el santo oficio. Siete riscos, siete mujeres. Desnudas, que solo
se alimentaban de la dejadez de los campos cultivados cuando la noche llegaba.
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Los
siete riscos con formas dispares , con rocas amorfas y filamentosas que
prohibía todo pasa para cualquiera de la aldea. Una aldea grande, conformada
por una iglesia donde epicentro de sus movimientos. Una arquitectura amplia,
convencida de que así llegaría a su Dios ¡Qué Dios¡, me pregunto. Un Dios
erguido en la conciencia de sus fieles a ras de la muerte de la libertad, de la
paz. Todos asentados en ella como si fuera tempestad que no hay que despertar
sino elogiarla, levantarla, pulirla de rezos y rezos a cada momento cuando las
campanas replican. Todo lo demás era tierra, tierra fértil donde se quiera que
se mirará y más allá envuelta por un mar precipitado en cierto punto de un
mundo donde se creían únicos, exclusivos de su adorado Dios. Una isla, sí es
solo una isla en medio en el más extenso de los océanos y solo una orden
inducida a las más severas penas cuando alguna alma propagaba su lucidez. Todos
ojos cerrados. Todas riendas de una fe ciega. Todos ignorantes de las verdades
de aquellas siete mujeres de los siete riscos. Ahí la nada soportaba con todo
su esplendor el espectáculo más allá de las mareas. Ellas podían ver, cada una
en su risco, otras maneras de vida, otras formas de absorber la frenética brisa
fuerte del otoño, del invierno, de un día cualquiera. De los siete riscos caía
en su larga cabellera hasta llegar a la aldea todas las formas de naturaleza de
aquella ínsula. Tabaibas, cardones y un etc
de elementos nacidos de la madre naturaleza. Llegar a los sietes riscos
era prácticamente imposible, solo las siete mujeres, solo los aborígenes
antecesores de la mentira danzaban con
sus saltos en ellos ayudados por un palo, un palo grande. Nadie lo sabía pero,
allí, en los siete riscos ya había sido habitado. No por estas siete mujeres
sino por las vidas ahora esclavas de sus antecesores. Vidas calladas en el
tortuoso trabajo diario. Vidas amputadas ante el poder aberrante de unas creencias
que empoderaba el rechazo. Vidas tratadas como absurdas, bajas, menospreciados
por aquellos considerados avanzados.
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Los
siete riscos cuando eran amenizados por la corriente del alba tomaban la tonada
de la madre tierra, de esa siete mujeres presas en la soledad y el callar.
Amanecía con la tonada de un otoño soleado que incidía en una de las cuevas a
medida que tiempo recorría el horizonte eterno. Ellas, llevadas por el
despertar esbozaban cierto grito en medio de aquel virgen espacio. Las sietes se
acercaban a la entrada de la cueva y cerraban cada una mientras el movimiento
del sol las seguía los ojos. Elevaban los brazos como ola que viene y las
llevan a una respiración profunda en medio de rocas laváticas de miles de años.
Ellas, las siete mujeres , no se conocían , solo, el aliento gélido de la
mañana llevaba cada una de sus voces, sus siete voces a la otra. Por ello no se
sentían solas en ese templo natural del silencio. Solo, salpicado por algún ave
a la caza de su presa. Luego, se miraban sus manos, en ellas giraban todo el
placer humano, de sus sentidos destinado al aislamiento pero con la confluencia
de la naturaleza. Abrían los ojos, los catorce ojos paulatinamente y con el
ritmo del astro rey y examinaban todo lo que tenían a sus alrededores. Hondas,
profundas se sentían satisfechas, cada una en su risco. Riscos que marcaba el
paso de horas a medida que ellas cantaban la canción del abandono, del
desahucio de la aldea donde habían nacido, crecido con las vertientes negativas
para otros. Ellas, las siete mujeres de los siete ricos se hallaban en la
plenitud, eran felices. Aunque el otoño apriete el crepúsculo del día las
atizabas de una alegría inmensa. Una alegría ausente en las mentes escalabraras
de la aldea, la enorme aldea. Y el canto empezó cronometrado por la naturaleza,
cada una anunciaba en ese chillido
desmesurado sus deseos, sus propósitos. …
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He dicho tantas cosas
En el moliente sendero de alas caídas
Que soy encuentro con la voz dormida
En los vientos nortes.
He dicho tantas cosas
En la muralla de lo oscuro
Que ahora me busco, me encuentro
En los vientos nortes.
He dicho tantas cosas
Donde se agazapa frágiles pensamientos
Que ya no escucho, que ya no menciono
En los vientos nortes.
He dicho tantas cosas
Donde impera la mentira de los amaneceres
Que en el silencio despierto
En los vientos nortes.
He dicho tantas cosas
Muertas en el olvido, desheredadas
Que soy espíritu vertical
En los vientos nortes.
He dicho tantas cosas
Rotas en el empeño sordo
Que ahora soy vigía de luz
En los vientos nortes.
He dicho tantas cosas
Donde el cansar se acuesta a mis espaldas
Que ahora libre curso los deseos
En los vientos nortes.
Y las siete mujeres de
los siete riscos así cantaban, cada una con su paso, cuando el turno las alumbraba
en el eco del amanecer. Se acogían un
cielo despejado pero de nubes venideras de lluvia. La aldea estática parecía
también circular en sus hábitos cotidianos, costumbres presas del miedo, del
terror a la cruz en llamas apagadas en cada recoveco de su inmensidad. Ahí
viene la lluvia, riscos plagados de arroyuelos aletargados que ahora
eclosionaban con el valor corriente abajo. Y las siente mujeres dde los siete
riscos continuaban cantando la misma balada del alba. El alba…el alba
impregnado por el renacer de lo verde en un lugar yermo, áspero, usurero.
Tierra agradecida cuando unas pocas gotas acarician su piel libre, a la
intemperie de las emociones. Libre como las siete mujeres de esos siete riscos.
Alimentadas por el delicioso y frágil aroma de la naturaleza, de lo salvaje…
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Los lamentos aparte, desconocido para estas siete mujeres de los sietes
riscos. Se sentían conformes con las pisadas dadas cuando su vida se abriga de
la aldea, de la gran aldea. Ellas seguían con el tarareo inacabable con el paso
de ese amanecer tan pletórico para cada una de ellas, como si
nacieran de nuevo enroscadas a la fortaleza de lo bonancible, de lo bueno para
ese estado ahora de cárceles prendidas por cada uno de los siete riscos. El
remordimiento de cada una de sus hechos, de sus cavilaciones, de sus
actuaciones las llevaba a erupcionar como hijas de callados besos, de callados
caricias a medida que las estaciones pasaban. Sí, erupcionar con la respiración
profunda de sus sentidos, siempre, en vertical . Ausentes de la necesidad de
comunicación con cada uno de los aldeanos. Cada una de ellas sabía que se
encontraban ahí, en cada uno de los riscos al derredor del extenso pueblo. Es
como si fueran vigías eternas de lo que allí debajo pasaba. Satisfechas con
cada acción del ayer seguían con la tonada a medida que la mañana se estiraba
hasta el gozo del sol en su plenitud. Una plenitud que las llevaba a un canto
unísono, un canto que hacía siempre estremecer la faz donde ambulaba aquellos
que se burlaron, que atacaron, que manipularon para que las siete mujeres de
los siete riscos terminarán así. “ Vivir, vivir y vivir. Hemos vivido
tantas cosas , tantos hechos que ahora somos hijas de sutiles palpitaciones de
las aves que nos abrigan cuando la mañana gira y gira entornos a nuestras manos
satisfechas, sensibles, emocionadas cuando despertamos y somos reflejo de los
soles guardianas en la cumbre de su alegría. Ven sol…ven. Hemos vivido tantas
cosas que ya no buscamos. Nos encontramos en las entrañas recónditas de
nuestros latidos aun visibles, aun existentes en la conmemoración de una nueva
jornada. Nosotras mujeres, mujeres hechizadas por el curso de estos manantiales
secretos. De ellos beberemos. De ellos nos alimentaremos y llegará el día en
que nuestra vida sea espejo de otras, de muchas otras. Hemos vivido tantas
cosas que el soplo de este viento del norte nos anuncia ya el mañana. Un mañana
donde las flores maduras nos recogerán con sus brazos abiertos”. Y
la altea temblaba, existía un cierto temor, miedo a estas. Sangraban de
prejuicios, de supersticiones elaborada por la propia iglesia…
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Y todo era temblor,
tanto , que los árboles emanados en la misma aldea desprendían sus raíces de la
honda tierra y caía, tanto, que las hojas desparramadas a ras del suelo
agonizaban en un llanto de sangre. Los
rostros se paralizaban y estáticos miraban al cielo. Un cielo inmutable,
sereno, con el los filigranas solares deslumbrados los ojos abiertos de terror
de las gentes de ese pueblo. Se abría la superficie pero nadie caía muerto en
sus fosas, solo el temblor. La culpa los
espantaba, los escandalizaban. No se movían sino dejaba que la mañana dejara
como de costumbre de estremecer sus tullidas seseras. Sí, la culpa. Se sentían
pecadores ante la iglesia, ese gran iglesia construida en medio de esa especie
de ciudad. Cuando acababa, todos, con la celeridad de sus almas adulteradas
iban a ella. A esa iglesia de siglos donde seguro que con sus rezos de rodillas
los salvaría un día más. Entonces, por una de sus columnas salía el cura, el
sabedor de todos los hechos y tempestuoso declamaba una oración. “ Por la fe de
Dios, nuestro dios, nuestro padre nos reunimos aquí como verdad de la
purificación. El os perdona, os salva de cada pecado cometido mientras sigáis
con la promesa de profesar sus reglas, sus palabras ¡oh Díos¡ perdona a estas
personas , personas que algún mal han cometido y por ello perdónalos ¡Alabanza
al señor¡ nuestro Dios. Ya podéis ir tranquilos, la calma viene con el perdón
¡Alabanza al señor¡ Todos con la cabeza gacha murmurando la oración “ Alabanza al señor, que nos pernode. Cual mía
…culpa mía”. Cada cual iba a sus labores, esos quehaceres propios como si no hubiera pasado nada, como si ese
perdón los aliviara por esa jornada de una aldea destinada en una isla en medio
de los océanos, rodeada por los sietes ricos de las siete mujeres.
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Cuando
todos los feligreses se difuminaron en sus deberes el cura de la iglesia salió,
silencio, se dirigió al convento benedictino. Allí, los monjes estaban en
consejo de importancia después de los maitines reunidos donde comían.
Conversando de los sucesos que achacaban a la diminuta ciudad en esos meses. El
abad tomaba la palabra y preocupado por los hechos se llevaba las manos a la
cabeza. El sabía lo que ocurría, mientras, el cura ignorante no encontraba la
solución del por qué ese mal cuando la mañana asoma. Pidió el callar a los
cenobitas que eran monjes sujetos al abad y vivían en el convento. A un
ermitaño que andaba de paso lo miraba fijamente. Tú, serás el elegido ante este
atropello de las mañanas, ante este terror que vive está aldea pecadora en el
continuar de los días. Toco y toco la gran puerta de madera del monasterio pero
nadie abrió, por un momento se fijo en su alrededor y en esos sietes riscos rodeando la aldea.
Ellas culpables, se dijo para sí mismo. Ellas, vengadoras de mi gente los ha cegado
y creen que el infierno con el fin de sus vidas se aproxima, lento, pero se
aproxima. Ellas merecen el peor de castigos, la muerte. El párroco al no sentir
nada entró. Todo era vacío, nadie ambulaba por aquella arquitectura monástica.
Se dirigió al comedor, donde los monjes se reunían pero la puerta de este
también estaba cerrada. Puso su oída en ella y escuchó una voz de su interior,
era el abad. No distinguía muy bien lo que hablaba pero sospechaba que sería
algún tema relacionado con los movimientos de tierra existentes, con el pánico
suscitado en la población. Entró sin pedir permiso lo que el abad con ojos de
furia y severo lo miró. No, no se llevaban bien. Un malestar existía desde hace
años por esas condenas a los más indefensos, por esas torturas habidas sin
solidez que las amparara. Lo echó como se echa la malévola presencia ante los
ojos desteñidos de sufrimiento ¡Fuera¡ dijo. Estamos reunidos. Cuando acabe me
conversaré con usted señor cura. Un señor cura que se sintió tormentoso,
tempestuoso, agrio, áspero, solo. Fue hasta el patio central, miro el cielo las
nubes espesas se iban acumulando en la aldea ¡Brujas¡ ¡Más que malditas brujas¡
, se dijo en tono desaforado…
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En
el origen central del monasterio miro el pozo. Hacía allí se dirigía sus
pisadas cimbreantes, indecisas inmiscuidas en la celeridad de su razón. Una
razón que asoma a un pozo con agua y la lluvia empezaba y la lluvia vertiginosa
y grosera apaleaba su espaldas, sus ropas. No dejaba mirar el pozo, aguas
turbias desfiguraba su rostro. Se veía con un sudor febril que lo conducía a la
desorientación de sus dictámenes ¡ Tu, Dios ¡ ¡Me hostigas con el dolor de mi pueblo¡ ¡Qué decirles¡
¡Qué decirles, te lo suplico¡ El cura muerto en vida, con el temor de tumbas
sobre sus ojos gritaba y gritaba con una voz temblorosa, atizada por el pánico
y el terror. La aldea se hunde cada estación más y más. Y ahora rozando el
invierno que será de nosotros, los siete riscos donde andan esas malévolas
mujeres nos empujan al desorden, al caos ¡Ay Dios¡ no nos aflijas así.
Detenlas, amarraras en la nada, en las tinieblas de la inexistencia. Hay que
acabar con ellas, descuartizar cada parte de sus cuerpos y echarlos a la
hoguera ¡Ay Dios¡ No hay perdón para esas bestias del infierno. Y la lluvia cada
vez más densa, cada vez más desatinada aprisionaba más y más los ojos
descolocados del cura que se enfilaba al pozo. No se conocía, un estado
comatoso recorría su mente enferma, su
mente separada de la realidad ¡No¡ ¡No habrá perdón para esas almas de la mala
fortuna, de sanguinarios sentidos ¡ ¡No¡
¡No habrá perdón¡ ¡No¡ ¡No habrá perdón¡ De rodillas cayó al suelo donde el
barro y la impertinente lluvia hace de él un amasijo de alma en pena que vaga
en el sin orientación. De pronto, el abad asomado a la puerta lo divisa. Por
sus pensamientos no discurre nada, enfurecido y energético ante la escena
deprimente, calamitosa se dice ¡Pobre diablo¡ Ante la mirada atónita del abad y
sin darse cuenta que se acercaba a él se erguió de nuevo. Otra vez sus ojos descoloridos,
desorbitados se cayeron en ese pozo ¡No¡ ¡No habrá perdón¡ ¡No¡ ¡No
habrá perdón¡…
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Los
ecos del curo se escuchaban las siete mujeres de los sietes riscos. No, no
había pena. Su dolor era consecuencia de cada castigo aberrante, sangriento de
sus ayeres. Su grito escupía cada alma estrangulada en el ayer, cada rajada
esencia en el curso de su vida. Lo envolvía una lluvia feroz y ante su final la
bruma volvía. En sus ojos se construían espíritus moribundos con sus quejidos.
Las siete mujeres de los sietes riscos reían y reían y cuanto más su alegría
era más potente más contagiaba al cura de fantasmas del ayer, del hoy. Ellas,
no culpaban a los aldeanos en sí. Toda culpa era de él y de sus antecesores.
Las siete mujeres de los sietes riscos con la visión de la bruma que hacía de
velo para el pueblo bajaron un poco de sus alturas, dejaron sus
respectivas caverna para observar como
las cabras descendían por esos siete riscos hasta que la pesada bruma las hacía
invisible. Ellas se quedaron en el límite. Bebían de esa agua purificada y de
la leche que estas habían dejado en unos cuencos de piedra ¡La naturaleza¡
Compenetradas con ellas , con las siete mujeres de los sietes riscos. Se
ayudaban de un gran palo para sus bajadas y subidas. Un palo preparado ante
cualquier tormenta en medio de alguna noche de luna al son de los movimientos
de una hoguera. Las mujeres de los siete riscos no se encontraban, solo con el
canto y sus deseos el efecto de hacer y saber que se encontraban allí. No había
caminos para llegar donde ellas estaban y sus pies abrigados con piel de cabra
eran los únicos que conocían a la
perfección ese remoto sitio. Durante esa mañana y muchas, tras su canto se
sentaban en una roca y silbaban a la brisa. Numerosas especies de pajarillos se
arriban a ellas. Sí, a ellas, a las mujeres de los siete riscos. Con ellas
conversaba lo que la una quería decir a
la otra, lo que la otra quería decir a una. Respiraban profundamente y
el aislamiento al que habían sido sometidas no
lo detectaban en sus rutinas diarias. No, no lo palpaban, la madre
tierra les respondía cuando anhelaban algo, la madre tierra de acuerdo con
todos los seres de aquel lugar las acogía como circulo de bellos respeto mutuo.
Para las siete mujeres de los sietes riscos era una cura, una cura ante todo
ese pasado agónico…
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Llega
la calma allí en los sietes riscos, allí en la aldea. La lluvia enmascarada por
un cielo fielmente celeste perfecto. Una limpieza que hace que todos miran
hacía él y arrodillarse ¡Bendito sea Dios¡, se escucha la voz acoplado a un
murmullo incesante en la aldea. La niebla invisible ahora hace que todos
vivarachos se encadenen a sus rutinas. Las siete mujeres de los siete riscos
miran maravilladas por lo agraciada, por el don de esa tierra. Todo verde que en
contraste con la bóveda celeste daba un cierto aroma a equilibrio, a paz. Se
recogían a las puertas de cada una sus cuevas y desde allí vigilaban el
tranquilo océano, el cotidiano andar de la aldea. Un océano cuya calma les
hacia respirar a las siete mujeres de los siete risco bienestar, benevolencia.
No sabían cuando se verían , pero algún día cuando las normas de la naturaleza
les indicará y se encontrarían. Se darían las manos, se abrazarían, se besarían
y después el retorno a cada una de sus grutas. Cuevas donde ellas hacían cada
una lo que más le gustaba. Comienza una música bella, con sus manos rasgueaba
un arpa construido por ella misma ahí, donde la insonoridad y el sonido de las
olas era sutil. Un arpa con ojos cerrados danzando la melodía de la buenaventura,
de las dulces aves que se posaban a
escucharla. Una música que resonaba en aquellos siete riscos oyéndola
aquellas seis mujeres. Ellas quedaban embelesadas con la exquisitez poblando
cada uno de sus espíritus. Y les entraba
ganas de bailar, así, al son de la mañana, al son del arco iris bienvenido en
aquellos lares. Y bailaban, se dejaban ir en el curso de la música, con su
ritmo, con esas notas agraciadas de calma. Unas notas que se alargaban hacían
debajo de los riscos y llegaba al pueblo. Algunos la escuchaban, otros no. Solo
aquellos que están en discordia con lo que le habían hecho oían la armonía de
su arpa y se alegraban porque aun estaba rondando la existencia y, otros
lloraban por el aislamiento que estaba sometida. Melodía voladora, impregnada
de pétalos de amor para cada uno de los oyentes.
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La
jornada continua, las ballenas que escuchan salen a la superficie y con un
canto a la vez de gratitud y melancólico callan al arpa. Las siete mujeres de
los siete riscos las siente y una de ellas, la que escribe se ve envuelta en
las mareas del ayer. Esas mareas en estado tempestuoso que le arrebataron a su
amado. Como sumisa a un sueño largo comienza a escribir, comienza a recitar ese
pasado arrasado por las corrientes marinas, por un mar de fondo revuelto y
mentiroso que se lo llevo.
Te
veo
Imagen
condicionada por el rumor de las ballenas
Que
aquí están.
Llorar
y llorar
En
el auge de sus cantos penosos
En
lo ancho y mortal del oleaje.
Te
veo
Vienes
a mí,
Lánguido,
con los labios atados al adiós.
Adiós
al amor.
Adiós
a las caricias de tus labios
Adiós
al perfume de tu vientre.
Te
veo
Vienes
a mí,
Con
el amargo aliento del tiempo pasado.
Las
ballenas azules se callaron ante la triste palabra de esa mujer. Todas, eran lágrimas por la angustia de sus versos.
Y el arpa trato de arreglarlo con una balada danzarina, risueña en aquellos
siete riscos. Entonces, la escritora como si de una pesadilla se tratase
despertó. Escucho el ritmo feliz y fue olvido de su pesar. Pesares y pesares,
las siete mujeres de los siete riscos tenían de alguna manera un pesar. Un pesar llevado por el viento
fuerte de las estaciones que pasaban por sus cuerpos. Un pesar lejano que
alguna que otra vez venía pero se iba como portentosa amabilidad y concordia a
su hoy. Un pesar que todos llevamos pero que no se delata de manera
maliciosa sino efervescente construcción
de nuestros pilares en las singladuras que quedan por vivir. Un pesar de todos
los errores de ese ayer de esas siete mujeres de los siete riscos. Sí, ese
ayer, por qué también nos equivocamos y a veces en una infinidad de ocasiones.
Pero bien, así es la existencia, rectifican, borran y toman el relevo bueno
para seguir. Sí, seguir como siete mujeres de los siete riscos en valentía y
fortaleza...Y el arpa era caravana de inquietantes sonrisas para todas, reírse
solas, por qué no. Todo es saludable en esos siete riscos donde todo a veces es
quietud enhebrada por la visión de las sietes mujeres del todo, de la nada…
12
¡Márchese¡,
calmo le dijo el abad al cura. Su aspecto es lamentable, ha perdido la razón.
Por la sangre de Cristo, nuestro Dios, ¡márchese¡ Ya tendremos un diálogo usted
y yo cuando su mente se centre, cuando se asee, cuando se limpie de un cavilar
enrarecido en lodazales que usted mismo ha creado ¡Márchese¡ ya es hora, no
quiero que los monjes lo vean así, no soy capaz de dar respuesta a su estado
caótico, destrozado, esto desfavorece a nuestra comunidad. Cúrese primero de
pensamientos nefastos y luego conversaremos. Ya pasaré por la iglesia, cuando
usted se sirva de la buena voluntad y del atemperar de su sesera. Ahora,
¡márchese¡ se lo ruego. El párroco alzo su cuerpo y con su desastrosa sotana,
pálido, mediocre, tambaleándose se fue. Salió confuso del monasterio. El abad
lo vigilaba, lo examinaba de lejos y comentó para sí mismo “ Pobre criatura nacida de las infernales patrañas del correr de los
siglos. Todavía…sí, todavía estamos atravesados por lanzas deprimentes de
juicios falsos, de ideas equivocadas que se han apoderado de su razón. Una
razón que ha extendido en cada sermón a sus feligreses” Se aproximó al
pozo, ese pozo donde el cura miraba y miraba y se arrodillaba. La lluvia fuerte
ya no era presencia, un haz de un sol otoña incidía en sus ojos claros, en su
tez madura. Miro dentro y vio reflejada la luz del día, la nitidez de su agua.
Con sus manos en forma de cuenco bebió de él, sabía que los monjes desinquietos
estaban presenciando el acto. Un acto efímero, un acto de un pequeño instante
donde el tomaba la sabiduría de la vida mientras escuchaba el arpa. Sí, el
también lo sentía y le daba gusto. La verdad se encontraba en esos siete riscos
de las siete mujeres. Un dolor hondo lo embargó. La desdicha de aquellas
mujeres, de esas siete mujeres de los siete riscos lo aprisionaba en una
impotencia. Bebió más agua de ese pozo mientras meditaba, mientras una pequeña
gracia se volcaba a su corazón ¡Qué pasaría por la mente de aquellos monjes en
su actitud¡ Se hacía como el despistado, disimulando que a sus espaldas todos
lo observaban dudosos del continuar de la jornada.
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Los
siete riscos de las siete mujeres, un templo mirando al mar, a la tierra de
esas islas perdidas en la inmensidad de un mundo observado por astros a medida
del paso del tiempo. Desconocidas montañas que barranco abajo, que barranco
arriba respiran lentamente cada instante que concurre en sus raíces. Las siete
mujeres, de los siete riscos abogando por la sonoridad de sus deseos, de esos
sueños reales que tatúan sus venas. Ellas tendrán que da un giro al desorden de
una cultura compulsiva en restos del ayer. Y allí nada cambiaba, todo igual, el
mismo paisaje donde rocas estáticas y flora amarilla como escoba o azul como el
trajinaste lo impregnaba de una sabiduría rara. Dragos en cada secuela de su
piel, agrietado, escarpado, de difícil acceso solo para aquellas siete mujeres
de los siete riscos. Dragos abrazados al lugar como hijos de la tierra , con
sus raíces bien amarradas aquellos terrenos vacíos de amo. Y las siete mujeres
de los siete riscos es a lo único que poseían respecto. Porqué ellos, dragos cientos de años , las curaban de todo
malestar en sus cuerpos, en su sangre. De cada daño causado en su vida casi en
la intemperie. Incluso bebiendo de el cuando el agua era escasa, cuando la
estación del sol y sequía discurría apresándolas en un calor chillón, terrible.
Así eran mujeres, siete mujeres sanas, verticales, escudos a cualquier tormenta
viniera de donde viniera. Mujeres que abogaban por dignidad de sus días, esos
días enclavados en los siete riscos. Bajaban y subían, subían y bajaban pero
nunca rondaban la aldea. Por la
vertiente norte, por la vertiente sur o como según se mire de sus riscos iban
hasta donde las olas inmersas en nobleza las atendía para que sus cuerpos
desnudos se sumergieran al son de las lunas, de los soles que andaban amenizando
las horas en aquella isla. Era curioso pero ese baño era igual para todas
ellas, a la hora exacta, en el día exacto. La tentación las sacudidas como
hechizo de las olas, de la espuma blanca acariciando la orilla y un jardín de
nubes animadas al son de su entereza. Cuerpos que se sumergían, cuerpos que
emergían con la danza desigual de las mareas.
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Ah, ya estoy aquí, en
mi aldea ¡Ciudadanos¡ Pueblo mía, salid. Salid aquí donde la ejecución será
eminente. Tengo que hablaros, contaros. Todo esto tiene que acabar. Las
malditas hechiceras con olor invisible,
con una maldición callada nos han llevado a la confusión, a un enfebrecido
sudor que nos acorrala ¡Basta¡ Y grito ¡Basta¡ Tenemos que pararlas ¡Detenerlas
en su afán de destrucción, del mal¡ Los
jardines del infierno borraran sus secuelas. Ah, ¡Ciudadanos¡ amigos míos, las
cazaremos como batida de lobas que dan nauseas con sus colmillos . Sí, vosotros
no veis sus colmillos pero yo lo sé, sé que los tienen arrebatados de sangre.
Quieren acaban con esta aldea y ser ellas resonar del poder ¡Venid¡ ¡Venid a
mí¡ No me veis, el insolente insomnio ante las tétricas maldades de estas nos
no dejan respirar, nos asfixiaran hasta que nuestra lengua sea arrancada
¡Ciudadanos¡ Pueblo mío, venid. Ir preparando las antorcha para cuando la noche
llegue a nosotros y ascenderemos a esos siete riscos al encuentro de esas.
Mujeres mundanas, mujeres violentas, mujeres embrujadas en las artes de la
magia negra ¡Ciudadanos de este mundo¡ Miradme, mirad como estoy , como están
ustedes. El terror mordiente nos azota y hay que acabar con él. Preparad en el
centro de la plaza las hogueras para cuando sean cazadas. Qué el rumor pase de
unos a otros, todos iremos a esos siete riscos donde Lucifer las oculta. Y así
llego el cura a la aldea, cubierto de barro y desolación, con un quejido que
hizo que todos se arremolinarán a su derredor. Los más creyentes tiritaban de
pánico, aquellos que la fe los cegaba a las palabras de este hombre. Los que
no, lamentaban los gritos, estos no querían la muerte de las siete mujeres de
los siete riscos. Y seguía , y seguía…preparad todo para la noche sin luna
venidera, azadas, cuchillos, espadas, lo más dañino y amenazante que tengáis en
mano. Todos pueden ir, incluso los más pequeños para que vean la verdad ¡La
verdad de Dios¡ Repetir conmigo ¡La verdad de Dios¡ No, su estado era anormal,
su blancura verdina los asustaba, sus gritos desesperado los atormentaba. ¡Muerte
ven¡ arrímate a esas malhechoras mujeres y estrangúlalas ¡Sí¡ quemarlas, que no
quede rastro de ellas. Por los sietes riscos arrastraremos sus cuerpos de
serpiente hasta aquí, hasta esta plaza donde el fuego las espera y solo serán
cenizas. Barrer y barrer ese jardín marmóreo de la mala fortuna en el saltar de
sus ojos huecos ante las llamas. Así será, Dios mío…así será.
15
Emergieron de las aguas
infinitas, eternas de aquel océano. Desnudas, en la orilla, las caracolas
rezumaba un aviso, una alerta que ellas solemnes escucharon. El canto de las
caracolas a la deriva de la tristeza, con una cierta melancolía y dejadez las capturaba
en un cierto desconsuelo. “ Y vendrán…y
vendrán las tempestades de la mentira y os rasgarán las espaldas, pesadas,
livianas hacia una fosa anónima en el paso de la memoria. Y vendrán…y vendrán
las llamaradas que arderán en vuestras carnes, en vuestros sentidos. Huid…huid
por el amplio monte donde la espesura de las arboledas es oscuridad a quien
intente tocaros. Huid..huid mujeres donde lo cierto ambula en vuestros
corazones. “ Sintieron la voz del
peligro, de la alerta. Inmediatamente el cielo se volvió cenizo, otra vez venía
la lluvia. Ellas, las siete mujeres de los siete riscos , miraban esas nubes
violentadas por el gris más embustero, por el gris más enfermo como la aldea.
Sí, una aldea enferma, diezmada por el correr de los siglos y siglos, estancada
en el miedo a un Dios inexistente, solo, devorador en las palabras de un cura
atrofiado “ Y vendrán y vendrán los
hombres y mujeres de hiel, hienas ensangrentadas del castigo impuesto” Las
siete mujeres de los siete riscos abrieron los ojos cuando la lluvia
temperamental aguijoneaba sus cuerpos. Las siete mujeres de los siete riscos
estiraron sus brazos en forma de cruz y giraron sobre sí mismas. El océano
detrás que se había vuelto de repente plomizo, revuelto, violentado por la
tronadora ventolera que venía “ Y vendrán
y vendrán risco arriba a vuestro encuentro, arrasando el todo, dejando la nada,
el vacío ..” Callaron las caracolas y un quejido agónico se desprendió del
mar, eran las ballenas en su grito incompresible del por qué, del por qué tanta
sangre derramada incoherente, ilegible para ellas. Las siete mujeres de los
sietes riscos se detuvieron, con sus manos a ese cielo impertinente, austero se
transmitieron sus ideas, pensamientos consecuentes tras aquella llamada a la
huida. ..
16
Nos
ausentaremos en cavernas donde el milagro del olvido nos conquiste, seremos
esclavas de la libertad, del alma acogidas por racimos de paz. Dormiremos hasta que la noche nos avise, una
noche de luna huída por las tierras aplastadas por terror. Vendrán con sus
antorchas y quemarán estos siete riscos donde nosotras somos aves inquietas con
la sensación de la sabiduría. Dormiremos como muertas en el largo sueño otoñal
de las esferas de la soledad. Vendrán a por nosotras y la fuga será invisible a
esos que nos castigan, que nos calumnias con sus llamas de un infierno
inexistente. Las siete mujeres de los siete riscos
ascendieron a sus respectivas cuevas, se envolvieron en el sueño oportuno de la
mañana, de la espera que el redoblar de las campanas las avisarán para el
escape. No, no querían morir aun sin dejar huellas de ellas, deseaban que su
rastro fuera ciego solo para aquellos entorpecido, obtuso, obsoleto en la lucha
por el bien y el mal de su Dios. No , no se dejarían cazar por aquellos
inversos a sus creencias. Dejarían que la verdad la esculpiera el tiempo, un
tiempo que recorre cada una de las siete mujeres por igual, cada una con sus
conocimientos compartidos por la fragancia del otoño. Umh, el otoño acecha
voraz, feroz cada lágrima derramada en el monasterio. Las noticias han llegado
y el abad confuso pero vertical lo asume. Todavía en ese pozo donde la lluvia
desbaratada cae con sus pedruscos se deja ir en su cavilar. Siempre lo mismo , historia tras historia,
este mundo estrecho en sus actos, en sus pensamientos. Siempre lo mismo, la
verdad oculta son aguijones que apresa a la mayoría de estos aldeanos. Una
verdad oculta que enfermiza febrilmente , contundente al guía espiritual de
estas gentes. Pobres gentes consumidas por ideas fallidas. Siempre lo mismo,
todo se repite, todo es cíclico, un acto criminal es opresor de la libertad, de
lo cierto donde quiera que estemos establecidos. No, no hay paz ni la habrá…CONTINUARÁ
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