domingo, junio 21, 2020

ANN


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Cómo bendecíamos aquel día en que el solsticio de verano venía con su suave brisa, con la igualdad entre la luz y la oscuridad. Un equilibrio que nos libraba de las jornadas donde la armonía no era eco. Cómo reíamos mientras que la ciudad durmiente por ser un domingo esperaban la noche donde el temblar de hogueras haría cenizas todo lo malo, todo lo nefasto, eso creíamos. Danzar uno tras otros en nuestras correrías dando bienvenida a la nueva estación. Jugueteamos a despertarnos más tarde, eso creíamos, no sabíamos en aquellos años que nuestro presume de su propio reloj biológico. Nos escondíamos bajo sábanas blancas de algodón de sacos de harina e imaginábamos batallas con un final feliz, con un final lejos a la cruda realidad. Izábamos pañuelos blancos con las cañas que habíamos recogido en un arroyuelo no muy lejos. Como todo domingo tendríamos que ir al mercado, para la compra de la semana. Un mercado redondo fermentado por una plaza de todos donde nunca hubo corridas. Y yo soñaba, soñaba despierta ese instante donde yo y mis hermanos de la mano cantando alguna canción al uso íbamos. Ahora me detengo en ese lugar, en el mercado de la plaza de toros y agradezco a mi gente que nunca se llevara allí aberrantes fiestas donde la sangre habría salpicado negramente su postura del hoy, de los años. Sí, hubiera quedado una sombra negra en las cuevas manchadas por cicatrices de dolor, de muerte. Y sigo parándome en este pensamiento, en otros lugares aun se hacen abominables corridas donde el animal sufre, el animal grita de temor, el animal corre angustiado por el penoso corro. Me enorgullezco entonces de mi pueblo. Sí, mi pueblo. Pero dejemos esto para otros razonamientos, para otras discusiones. Era domingo, solsticio de verano. Nuestra madre ya nos llamaba para el desayuno para girar en garabatos de alegría al mercado. Era un día, como diría, especial. Después en la noche, la noche de San Juan se abría la fiesta , las fuegos, los baños, los cantos. Un nocturno donde la magia y el hechizo de las hogueras reverberaban sobre nuestros corazones. En aquellos años de mi niñez me daban incluso miedo, un miedo por las historias o leyendas que curtía esa jornada. Pero ahí estaba mi madre ¡Uhm mi madre¡ con un abrazo, con una caricia, con un beso, con unas palabras expulsaba todo mal crecido en mi mente las conversaciones de la ultratumbas de las gentes ¡Ay ese mercado¡ y flores y más flores, y frutas y más frutas, un colorido sin igual, un colorido asombroso , tan atrayente que los ojos se volvían gotas de deseo, gotas de alegría. Se me olvidaba, mi nombre es Ann, así como suena. Ann….Ann. Siempre me han llamado así.  Un nombre corto y largo a la vez, un nombre donde se refleja mi condición de hija de una madre que con solo un suspiro me llamaba ¡Ann¡ ¡Ann¡



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¡Ann¡ Ann¡ mi nombre saboreado por el oleaje incesante no lejos de casa. Un rememoar del olor intenso a mar me viene. Un olor mezclado con peces, caracolas y algas y un faro que en la noche, visible, nos quedábamos mirando en su monotonía. Sí, vivíamos en la isla cerca de la playa. No la apreciábamos, como deberíamos. Ahora, me quedo intacta en el tiempo y examino, compruebo mi mirada a esa masa azulada verdosa donde por costumbre íbamos a jugar.  También el hoy convivo con ella, pero mi perspectiva es bien distinta. Un océano que nos aisla, que nos enorgullece, que nos muestra la sabiduría del paso de los siglos y el ahí, callado, con la conversación de las olas ¡Uhm¡ Me acerco a la ventana y lo ojeo con cierto cariño, hoy a amanecido cargado de bravura, con la bandera de prohibido el baño. Y mi que más me da, siempre me he dado un chapuzón, antes no existía esa señalización y no pasaba nada…nada , de nada ¡Oh ese mar¡ con su brusco palpitar me caricia en el día de hoy y me trae el ayer ¡An¡ ¡An¡ mi madre me llamaba. Prepara a tus hermanos para irnos al mercado, me decía con su vista cansada, con su vitalidad aun reluciente, con la belleza que ahora llegan hasta a mí. Nos sentamos todos en la mesa y con el pan crujiente recién traído por mi padre lo untábamos con mantequilla y mermelada alemanas. Productos que después de la guerra aquí no existían. Productos apreciados por los que no tenían nada para echarse a la boca. Mi padre, peluquero de los buques que llegaban a la isla, siempre nos traía cosas preciosas, vajillas, regalos de sus clientes. Y como no ese pan crujiente ¡Uhm su olor¡ Aun en mi mente navega su aroma, tan peculiar, tan exquisito, tan atrayente ¡Ann¡ ¡Ann¡ parece que al fijar la vista al mar que mi madre me llama de una orilla que no logro distinguir pero siento que me llama. El sol ansioso de un día primaveral sale y me encuentra, en la ventana. Está puntilloso, como huyendo de lluvia. Vendrán o no vendrán…vendrán o no vendrán tanteo. Creo que no , que lo magnífico de la jornada se quedará y todos abrazaremos su tibieza, esa calidez natural con que nos seduce ¡An¡ ¡An¡ levanto a mis hermanos con la palabra de en que hoy es un día especial y hay que madrugar , tenemos que aprovechar las horas antes de que la noche nos llame con sus fogatas y hogueras. Cierro la ventana y me condeno a mis recuerdos, mi mano comienza a temblar un poco cuando me sirvo el café, en una taza, en una taza pequeña de porcelana antigua. Sorbo a sorbo mi aliento me evoca el pasado. Un pasado donde la miseria se veía por cualquier esquina, un pasado donde la lumbre de noticias desconocidas, apagadas nos daba un buen abrazo a medida que íbamos creciendo.



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Nuestra casa o mejor nuestros habitáculos contaba con dos habitaciones. Dos habitaciones donde los sones de las voces se escuchaban por esas paredes marcadas por la dejadez. En una de ellas nos quedábamos nosotros, los hermanos y en la otra mi padre y mi madre.  El quejido del café se expandía por ambas habitaciones. Donde mi madre y mi padre dormían estaba la cocina ¡Uhm el café¡ ahora tengo en mis manos una taza de porcelana de esos años y no sabe igual. Imagino su sabor aun latente en mis labios, en mi garganta mientras doy la espalda a la ventana de estas horas primaverales. Todos concurríamos ahí, donde el olor a pan caliente y a café nos despertaba de nuestras ansias de un futuro. Nos sentábamos en una mesa redonda, estropeada, pequeña y allí todos apiñados nos zampábamos el desayuno. Me viene a mí la sonrisa de mi madre, la mirada perdida de mi madre en cada uno de sus movimientos. Me viene a mí como todos agradecidos por un nuevo día comíamos y comíamos hasta que no quedara nada de ese pan, de ese café carismático dando zumbidos espirales con su vapor. Vestidos ya con ropa dominguera, íbamos en dirección al mercado. No sabría medir la distancia ahora pero eran unos cuantos kilómetros , nos acompañaba el erupcionar de  las olas con su calma y otras con su brusquedad. Como todos los años ese día estaba marcado por un cielo cenizo, pesado con ganas de llorar. Cavilo en estos instantes donde los filigranas solares inciden en mi espalda el llanto. El llanto de esa mujer enamorada de mi padre por sacarnos adelante, por disimular cada avistamiento de penas y derrotas. Sus ojos, toda expresión consciente de su realidad. Sus ojos grises, sus ojos apagados aunque de sus labios despertaran una sensación de serenidad. Indago en sus sueños. Sí, sus sueños, sus deseos. Lo mejor para sus hijos. Estar ella presente hasta cuando nosotros tomáramos nuestros  caminos con la entereza con que ella se movía. Una mujer muda en sus emociones, en sus sentimientos. Pero no, no es verdad. Ella lloraba donde nadie la viera. Ella suplicaba con la palabra muda. Ella luchaba con la máscara de aquellos tiempos penosos que no quería que nos marcara, que nos viera. Siempre en la ida al mercado tarareaba una canción, una de esas de la época donde podría ser Carlos Gardel o una Concha Piquer, si no recuerdo mal. Yo la estudiaba sin que se diera cuenta y no sé, una cierta penumbra me azotaba. Disimulaba. Sí, disimulaba cada uno de sus pesares, de mis pesares, de nuestros pesares. Pero al fin, era feliz. Con sus hijos, con mi padre ¡Uhm¡ se me enfría el café caída en la memoria, me lo tomo y miro los posos que ha dejado en el fondo de la taza ¿Qué dirán? ¡Qué dirán¡

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Corriendo y madre nos llamaba, corriente donde el mercado luce sus mejores trajes y madre llamándonos. Íbamos felices, sin conciencia de los años que estábamos viviendo. Siempre lo disfrazó, siempre ellos, mis padres bosquejaron sueños del mañana ¡Qué bien lo hicieron¡ ¡Como se quisieron¡ El sin decir palabra alguna, el asintiendo a todo lo que ella se le ocurriera. Era un buen hombre, trabajador, luchador de las miserias, de las penas de la postguerra. Callado, reptando solo su mirada tímida en nosotros con los favores de su esfuerzo para nuestra educación, para nuestro crecimiento. Ellos eran cómplices de nuestros mañanas, de esa protección que daría sus beneficios en el tiempo. Ahora me doy cuenta mientras miro el   fondo de esta taza de porcelana antigua traída por él de algún navío de extrañas latitudes en aquel entonces para nosotros. Escucho el murmullar de un mirlo, melancólico, cotidiano. La guerra aun no ha acabado, un mundo abatido es inmersión en un abatimiento. El hambre aun no ha acabado, un mundo feroz desgarra los ojos de la nada. La sed aun no ha acabado, agarrados al egoísmo e injusticia arrebatan con fronteras de hiel. Yo estoy aquí, dejo la taza de porcelana antigua en el fregadero, abro la llave y cae un agua que destila pureza, frescor. Su sonido me engulle y me traslada a esa casa donde vivía. Una casa compartida con otras familias, cada uno en su rincón, en sus habitaciones con un largo pasillo donde rondaba el eco de cada voz. Voces que no se mezclaban, que apelaban al lejano contacto. No, no teníamos conciencia en aquellos años de cómo vivíamos. Familias bajo un mismo techo y extraños a la vez. Sí, éramos extraños cuando nos encontrábamos en el pasillo, en esa azotea donde la ropa se tendía. Y mis padres disfrazando el por qué de vivir así. Batallando en cómo salir ciegamente para nosotros de ese modo de existencia. Y corríamos ….y corríamos hasta las puertas del mercado y mi madre llamándonos. Ella llevaba la batuta y padre sonriendo en sus adentros. Pongo una lavadora, el día se presta aún agradable, acogedor. Porqué no tender en la azotea de mi casa, me digo. No, no pondré la secadora cuando termine el lavado, me dejare ir con las sábanas blancas por la brisa de la mañana en la azotea. Veleros entornando en su asta velas que el viento los llevará donde sea propicio el desembarco. Dejo la taza de porcelana antigua en el escurridor, me fijo en su diseño, en sus bordes de oro dándole una pizca de tono a su blancura apagada. Mis párpados se caen y con mis ojos eclipsados navego en la mano de mí madre, de mis hermanos, de mi padre. Entramos y el barullo es hermoso y el colorido es lindo y  el movimiento es vida.

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En la azotea. Esta azotea de la cual soy vigía de todo lo que corre a mi alrededor. La azotea , lugar de encuentros con cada uno de los distintos ojos ambulando por este edificio. No nos decimos nada si acaso, un saludo, seco, serio, estrecho. Cojo mi infancia y me doy gusto cuando íbamos también a la azotea. Allí con nuestras travesuras y el vocerío de madre con aquellas que habitaban bajo el mismo techo ¡Uhm pero estaba en el día de San Juan¡ Estábamos en el mercado donde los gritos en moltto allegro se escuchaban en cualquier puesto. Mi madre y padre eran conocidos por todos. Los trataban con la amabilidad rica que solo se tiene con la gente de dinero. Aun  sabiendo todo lo que se mecía tras aquella cordialidad  era orgullosa, era segura. Madre en las altas horas cuando de la noche cuando nosotros éramos nave de sueños también trabajaba. Cosía y cosía, hacía vestidos todo lo que le encargarán a sus manos menudas y huesudas. Hilar e hilar cuando las noches se hacen largas músicas del silencio. Yo no lo notaba, me traía indiferente. Pero ahora caigo, nuestra educación. Tuvimos la suerte de poder ir a un centro de enseñanza. Una escuela aprendimos para construirnos en el hoy y ser libres, y ser consolidadas llamas de nuestra propia verticalidad. Miro está amplia azotea, ahora no hay nadie. Me fijo en la calle que vivo, en la orilla de la playa. Las gentes que pasan son monotonía de poder adquisitivo. Vivo sola, entre paredes donde el vacío del ruido me  hace ser artífice de mi yo. Hoy es día de mercado, como todos los días e iré. Vagaré por cada puesto implantado igual que el ayer. Sí, sigue en mismo lugar pero con diferentes rostros. Ya he tendido mi ropa y aún así me place quedarme mirando el mar ¡Uhm ese mar¡ de todos, sus aguas se mezclan en una sola. Somos todos iguales. Deberíamos fijarnos en la sabiduría impecable de la naturaleza. No hay distinción de fronteras, de colores, de maneras, de culturas. Cada uno respetando sus límites, atmósferas que conjugan con el mismo oxigeno que respiramos ¡Ahm ¡ espiro e inspiro…inspiro y espiro. No, no me fijaba pero ahora comprendo. Madre no pagaba nada, no sé enmascaraba pero así era. Por esa labor tortuosa en la madrugada para esas gentes que allí estaban. Todos la conocían y la respetaban. Ella seguro que habría firmado de palabra el callar de ellos. Y compraba con los ojos chispeantes cada vez que nos miraba, cada vez que nos perdía de vista ¡Ann¡ ¡Ann¡ me llamaba entre el resonar de aquella plaza de toros. Y nosotros contentos nos escondíamos a veces para hacerla rabiar. Esa rabia que nunca lució ante nosotros, una rabia contenida, exacta ante cada pobreza, ante toda impotencia ¡Ann¡ ¡Ann¡ Padre la observaba como se observa el amor, la sensación de sentirse querido.



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Qué sociedad tan diferente vivimos ahora ¡Vecina¡ ¡Vecina¡ se acoplan a mí este jaleo, este grito de uno de los inquilinos que habitaba bajo aquel techo. Salía al pasillo aquella mujer cuyo nombre no recuerdo, cuyos ojos no llego, cuyo fisionomía no me viene  y llamaba a mi madre ¡Vecina¡ ¡Vecina¡ ¿Cómo está ese mercado hoy? Una mujer que luego se escondía tras su puerta. Mi madre le dejaba algo de comida en la puerta mientras nos mandaba a nuestra habitación. Nunca logramos reflejarla en nuestra mirada. Su misterio me viene, me viene como mujer envuelta en brumas malévolas. Mujer trajeada de una mala boda con algo que la llevaba al encierro. Nunca la vimos solo, cuando su cuerpo salió de aquel cuadrado tapado por una sábana manchada de sangre. Eso es lo único que me queda, una sábana manchada de sangre. Una sensación estremece mis huesos aquí en esta azotea, en el ahora ¡Siempre¡ ¡Siempre¡ ha habido manos groseras sombreando al débil. Aquella mujer misteriosa ¡Sí¡ ¡Sí¡ escuchábamos o yo escuchaba sus gemidos en las paredes huecas de aquella casa, unos gemidos que en el hoy me estrangulan de impotencia. No, no se hacía nada. Teníamos que aguantarnos, mientras duraban mi madre tarareaba una canción, ponía un disco y fuerte cantaba. Siempre protegiéndonos de lo desgraciada que era su vida, de aquella vida que un terminó sacándola los guardias civiles bajo una sábana manchada de sangre ¡Vecina¡ ¡Vecina¡ su tono de voz era sereno, monótono…es lo único que me queda, su voz. Una voz única, una voz desatendida por las tempestades de la existencia. Una sábana…manchada de sangre y debajo su cuerpo inerte, descansando donde los demonios  están ausentes. Detrás , esposado, su esposo ¡Vecina¡ ¡Vecina¡ miro mi ropa de cama tendida, sábanas blancas, puras. Hago círculos en ellas, círculos en el aire de ese ambiente que asfixia a tanta y tantas personas. La violencia no se rinde, no se acaba en el siglo de los siglos. Todo sigue igual, el que calla, el sometido, el arrastrado hasta que sus ganas son presas de la nada de sus estímulos  ¡Vecina¡ ¡Vecina¡ la muerte ronda su puerta, la muerte agarra su garganta y la tritura y la extingue de este mundo , de ese infierno que la abrazada cada hora, cada minuto, cada día. Me planto en el océano de esta isla, un mar donde gira y gira las suplicas al olvido. Sí, quiero olvidar pero no, ¡Vecina¡ ¡Vecina¡



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Estoy bien, aun estoy bien en este presente observando como la brisa ondula las sábanas tendidas. En la acera toda callado, un mirlo se posa en el jardín de este edificio. Me envuelve la fragancia a café ¿por qué?, me digo. La primavera trae el ayer como custodia del hoy, del ya. Veo la playa, aun solitaria, aun calma, aun con su mordisco de un tiempo inestable. Ahora hace sol pero ¿después? Será el florear de algún chaparrón. No obstante me desprendo de esta azotea y bajo a mi piso, voy de escalón en escalón absorbiendo lo único  que tiene vida, el café. No, no conozco a mis vecinos. Entran , salen y vuelven a entrar y salir pero sin ninguna observación, con algún quizás un saludo de educación. Todo es silencio, solo el barullo del oleaje. El sonido del mar y bajo un techo donde mi vida se aísla de lo pesado, de los angostos pasillos de un pasado y este presente. Me llega los ojos de una epidemia, de una peste cuyo nombre no vale la pena ronronear. Solo la peste, desbaratando lo cotidiano, la fortaleza de las gentes. Ahora, aquí, estamos en ese episodio. Hoy una jornada primaveral del siglo XXI azota la peste como en siglos pasados. Estamos encerrados y me parecen inimaginables los hilos quebrados que mueven este mundo. Cojo mi toalla, mi bañador y me bajo hasta la playa. El silencio, el vacío, la nada me acecha y en mi viene el juego del clavo cuando veníamos del mercado en aquel verano esperando la noche mágica de San Juan. Íbamos a la playa siempre con los ojos vigilantes de mis padres y jugábamos y jugábamos. Ante el asentir a lo lejos de ellos nos dábamos un chapuzón. Ojos que ya no me ven, ojos espirituales abrazándome cuando de mi surge el temblor. No hay nadie y tiendo mi toalla en la arena. Me dirijo al agua, quieta está la marea y nado y nado con mis gafas de natación. Admiro la riqueza de este océano en cada brazada pero no me detengo. Todo es limitado, hasta nadar aun no habiendo alguien. Sargos, salemas, fulas y un etc…se depositan ante mis ojos, me reconforta y regreso, me seco y de nuevo retorno a mi casa. Una casa no lejos donde nací,  siempre volvemos a nuestros orígenes de igual manera o de otra pero, siempre. Todo es cíclico. En mi vuelta alguien me saluda, a lo lejos. Percibo que la enfermedad se irá  como tantas ocasiones a lo largo de la historia y regresará con el mismo motivo, la muerte, la dejadez, la desilusión. Volvíamos corriendo y mojados a los brazos de mis padres, ellos tenían las toallas con las que no secaban un poco y descalzos llegábamos a esa gran casa extraña ¿ extraña?



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Nos miraba de reojo, avisando que nos metiéramos en nuestro cuarto. Un cuarto pequeño compartido por cuatro hermanos. No, no conocíamos las diferencias. Solo yo, la mayor. Una de aquellas gentes desconocidas en la palabra limpiaba descalza el pasillo. Mi madre decía que eso no era asear, que no era condición de gente pulcra. Solo su olor a pescado queda en mis recuerdos. Su marido, siempre traía pescado, como tal era su profesión. Será por ello que me da repele las pescaderías de los mercados. De rodillas, aquella mujer limpiaba y limpiaba con sus pies desnudos. No quería que nos relacionáramos con ellos, quería que nuestro surcar por la vida fuera lo mejor, o pensásemos que era lo mejor. Se desbarataba en ausentarnos y yo lo percibía. Percibía, su creencia en otra forma de vivir. Un vivir en el que no nos faltara de nada. Para ello era su sacrificio y el de padre. Sin embargo crecer a lo largo de este río de la vida su grito recóndito se ha extendidos y aquí estamos, cada uno con su trabajo, cada uno con sus cosas. Aun así, en el hoy hay un pizco de pena. La pena de no darnos cuenta entonces y poder auxiliarla. Me pongo el albornoz, blanco…muy blanco y me siento frente a mi piano, tarareo sus canciones para luego mis yemas de manera sutil sumergirse en el silencio, en la sonoridad…en la sonoridad y silencio del piano. Me inspiro en un poema de no sé qué y me dejo ir. Tocan el timbre del portero pero me evado, dejo que suene…será el cartero, eso pienso en estos instantes que se me hacen eternos aunque sean muy cortos. Me levanto, abro sin preguntar, oigo las pisadas que se aproximan por las escaleras hasta mi piso, oigo las pisadas que se aproximan por el pasillo hasta mi puerta, oigo un el timbre de la puerta y me voy hacia ella. Abro, un paquete de no sé quien, firmo y lo dejo en la mesilla del salón. La tristeza me desespera, me hace cobarde. El cartero tenía mascarilla deprimiéndome todo este tema de la epidemia. Me siento de nuevo frente al piano, chillidos vienen a mí, de alegría. Es la mujer del marinero que está fregando el piso del pasillo de las habitaciones, descalza. Madre está tirante y ello si lo noto. La escucho conversar con padre, una charla donde la furia de su carácter parece explosionar y diseminarse por cada recoveco de esa casa. Esa casa que no es nuestra…



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Podría decirse desesperados, ansiosos de que la noche nos acogiera con las luces de las fogatas al son de una vieja canción, al son de una vieja danza donde se iban tirando todos aquellos trastos innecesarios, donde la purificación del oleaje nos dejada limpio de alguna mala señal para el mañana. No sé qué decir de si mis padres creían en aquella magia blanca. Ellos la rehuían y solo lo tomaba como un juego pero por si acaso hacían los preparativos para esa noche de San Juan. Querían que todo mal se apartara de nosotros, que viviéramos en una atmósfera vertical, de empuje sin lo pesado de la humanidad. Sigo en mi piano, con el todo, con la nada, con la memoria recorriendo cada punto de mi infancia. Una infancia feliz. Sí, era feliz ahora, también lo soy y me da miedo decirlo, solo para mí ¡Uhm…¡ termino con la música y miro el retrato de mis padres, un libro se cae sobre el piano. Abro la página que está marcada y es una mujer del siglo XIX sumisa a la cultura, a la lucha por sus palabras. Leo uno de sus poemas y me quedo así, ensimismada en su llanto. Siempre han existido mujeres que escriben, siempre ha quedado algo de ellas, medito. Y me detengo en este proceso, me pregunto cómo pudo caerse el libro sobre el piano. Todo bien colocado, un viento que no ha venido aún. Me quedo como pensativa, energías extrañas de un ayer podría ser. Es tanta mi concentración en esos días que hasta los objetos caen, eso opino sin darle mayor importancia. No, no soy creyente. En nuestro cuarto, con las orejas pegadas en las paredes. La gente que cohabitaba aquel rincón en ese día hacía rezos, oraciones que muy bien no llegaban a mi entendimiento. Unos preparativos para la noche más colosal de esta isla ¡Ann¡ ¡Ann¡ entretén a tus hermanos con cualquier cosa mientras hago la comida. Se entremezclaban las voces de unas y otras. Padre y madre deseaban marginarnos de todo esos preparativos antes de la llegada de la hora, de las hogueras. Sospechaba…sospechaba que cosas buenas no manejaban algunos de los inquilinos. Pero ansiosos estábamos del nocturno, para nosotros era una fiesta y para otros…



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Algo ha picoteado la ventana en esta mañana. Una mañana primaveral donde el roce un firmamento azul se vuelve ventoso. Voy hacia ella. Una pardela perdida de las mareas de sus tesoros. La miro en la tonalidad grises de su plumaje, no es muy grande. Observa tras los cristales con un gesto indeciso, nervioso. Siento su llanto, su llanto que te lleva a las agonías de las tierras, a las diferentes escalas en que todos convivimos. Escales que pueden ser aterradoras, sorprendentes, inimaginables. Desde aquí, desde la distancia de la isla solo somos un tacto sutil de cada bocanada de noticias tremendas, aborrecibles. No, no es que estemos aislados es que conversamos con los que nos viene de afuera con nuestros adentros. Disimulamos la despedida de toda esa gente en un rito de dolor, en un rito de lágrimas y alzamos pañuelos negros, pañuelos blancos según su destino, según su procedencia. Una pardela, es curioso, picoteando la ventana. No la abriré, el miedo la puede asesinar. La playa está cerca, ya encontrará su lugar. Sí, su lugar entre riscos agrietados y una arena donde dejará sus pisadas, sus diminutas huellas ¡Ann¡ ¡Ann¡ lleva a tus hermanos a jugar a la calle. Algo intuía , pero deseaba que no fuera cierto. Ellos jugaban y jugaban, yo observaba todo a mi derredor. El esposo detenido, una camilla con un cuerpo cubierto por una sábana blanca salía de la casa. Miro ahora esa imagen en cámara lenta ¡Sus ojos¡ ¡Vecina¡ ¡Vecina¡ Todo me daba vueltas, mis hermanos, madre, la pelota y la sangre. La pardela picotea por última vez la ventana y se va, mi mayor anhelo que llegue a su lugar ¡Vecina¡ ¡Vecina¡ porque vuelve a mi esa voz, no lo entiendo. Miro el paquete sobre el sillón y voy hacia él, tal vez me distraiga. Quiero borrar en estos momentos donde miro el ayer esa fotografía, se llevan a una mujer con una sábana manchada de sangre tapándola ¡Vecina¡ ¡Vecina¡ Su voz…la tengo aquí y aunque nunca se dejará ver todo queda…lo malo, lo bueno…lo bueno, lo malo…¡Ann¡ ¡Ann¡ regresa a casa. Obediente vuelvo con mis hermanos, no hay nadie o el silencio es tan sepulcral, tan de luto que el miedo me apresa…



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Me doy cuenta en este respirar de un pasado, de un pasado melancólico en el paso de las rutinas. Me presto a las noticias con este paquete de algún, de alguna desconocida que ha llegado a mis manos. Remonto las montañas de la memoria y llego al hoy. Me visto y salgo, voy a comprar algo para comer. Mis sentidos me dice que avance hasta el mercado más próximo. Voy por esta avenida donde una masa de aguas cristalina respira el descanso. No hay nadie. Si no más recuerdo hoy es el día del planeta tierra. Sí, el planeta tierra. Un planeta que se arruga a medida que lo pisoteamos, a medida que lo desgastamos, a medida que lo herimos de muerte…de muerte. El nos mira, frío, silencioso, con la nada de sus raíces y revienta. Sí, revienta con el aullido de la pena, con los colmillos del hambre. El nos mira en su escalofrío, en su temblor, en su adiós. Un adiós que supone nuestra ida, nuestra muerte…nuestra muerte. No hay nadie en el mercado, compro algo de fruta, de verdura, de pan y retorno con la cabeza gacha bajo mi techo. Mis pasos son lentos, son fuente de mi aliento, una  película a cámara lenta. No he comprado carne, me viene a mí esas celdas estrechas donde meten a los cerdos, esa matanza prematura de su verticalidad, presos con él miedo pegado a sus carnes, con sus ojos henchidos de tanto y tanto lamento. Por qué me viene esa imagen, ahora cuando la sociedad parece estar enferma, cuando me retraigo en mi infancia. El océano aunque el tiempo se está revolviendo está en calma, eso parece. Unas nubes vienen, nubes grises que apagan la mañana. Quizás llueva. Quizás no llueva. Me miro en un espejo pequeño, veo mis ojos, observo mis ojeras, palpo mis arrugas sobre las mejillas. No, no me molestan. Me aturde tanto mutismo en las calles. Y si la pardela volviera y picoteara mi ventana... pero su vuelo es libre, libre como un viento atusando cuando la noche es avara. Un viento gimoteando entre las sábanas de los sueños. Todo arderá en la hoguera, todo lo que no sea necesario decía mi madre para no decir, todo mal.  Íbamos escogiendo según sus órdenes todo aquello innecesario y lo llevábamos al patío de aquella casa. Un lugar de encuentro, allí todos los que vivíamos en la casa nos encontrábamos, nos saludábamos sin más palabra sino la precisa.




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¡Ann¡ ¡Ann¡  vuelve con tus hermanos cuando hayas dejado los trastos, se breve. Gritaba madre cuando estábamos en el patio. Un patio diferente a otras mañanas. Habían algunas gallinas, gallinas saltarinas, coloridas por todo aquel. Nosotros nos preguntábamos el por qué y madre no hacía más que llamarme ¡Ann¡ ¡Ann¡ vuelve con tus hermanos. Ahora mi entendimiento alcanza su lucha, su furia por desquitarse de toda esa suciedad, de toda esa oscuridad que la hería. Gallinas para esa noche de San Juan. Gallinas sacadas de su libertad para ser degolladas cuando la medianoche tronada en su cimbrar. Gallinas donde la sangre sería bebida por aquellos en la negra fe de su sanar. Madre no lo veía, yo no lo veo ahora, desde aquí. Me tapo los ojos con mis manos y mi imaginación sobrevuela la magia negra que en aquellos años, que en el hoy aun se acometía, con la diferenciación exclusiva que antes no se ocultaba. Cómo todo los años por San Juan esperando que anocheciera en ese verano, las nubes llegaban. Llegaban con el soplo de un viento feroz, nubes ambulando espesas, plomizas, tildadas de bochorno. Y el viento, un viento presa de su contundente prisa, de su absoluta resistencia a la salud que mermaba en aquella época. Despecho aquellas acciones aunque hay que considerar que eran otras ideas, unas ideas postrada en esa sociedad de miseria, en esa sociedad mezcla de distintas culturas ¡Ann¡ ¡Ann¡ ven corriendo, gritaba madre. Cerraba la puerta donde estaban nuestras habitaciones mientras preparaba la comida de ese domingo. A veces nuestro entendimiento no lograba alcanzar su actitud, las sombras que la llevaban a esas acciones pero ahora aquí detenida sentada en mi sillón con este paquete que me ha llegado comprendo. Comprendo su defensa ante todo lo contrario a sus principios, a su naturalidad, a sus pensamientos razonables, abandonados al curso de su existencia, su batalla interior y exterior en protegernos , en educarnos abstemios de toda avalancha que nos diera la infelicidad, creencias anómalas a su postura siempre, en vertical.



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Y que es del casero madre. Una escena se introduce en mi memoria a través del tiempo. No, nos dejaba que nos acercáramos a él. Ella decía, no es buena persona únicamente, solo su trato es con mayores. Y tu Ann, no lo mires, no te aproximes. Si lo ves por la calle como si no lo conocieras. Tenía mala fama ese hombre. Cojo el paquete y lo abro ahora. La impresión son lágrimas de alegría que se escurren por mi rostro. Un sofoco de emoción tilda mi entereza y las abrazo contra mi pecho. Son cartas, las cartas que mi madre escribió cuando nos vio deslizar bajo los cielos de la libertad, de tratar la vida cara a cara sin sus palabras, sin sus conversaciones. Elijo una y ahí está la verdad, la casualidad, el camino que ella tomó para que todo no más que fuera un mal sueño. Me fijo en su letra. Pero madre, no fue un mal sueño. Siento su ida, su muerte prematura, para mí. Y no es que lo idolatre pero su carisma…Leo no sé porqué una de las cartas, una hoja amarillenta donde la tinta negra para querer desaparece y no se va, quiere quedarse…quedarse conmigo. Ahí está ese hombre, el casero, lo nombra como una persona asquerosa, rebozada de suciedad en sus ojos oscuros. Por ello te decía Ann que no te acercarás a él, era un sustancia mala, un colmillo apresando a la infancia. Tenía fama y es lo correcto, de gustarle las niñas. Las niñas como tu , Ann. Tan inocente, tan natural, tan ingenua. No sabías hasta qué extremo ese hombre, si puede llamársele hombre había desgraciado a otras familias, por su desdobles, por su mano de cuchillos asesinos asestando con criaturas en su infancia. En aquella época no más que deseaba escupir en su mirada maliciosa, en sus manos aberrantes. Ay hija mía, si nuestra condición hubiera sido otra. No callaría, lo hubiera matado. Sí, matar, con esas tijeras que en las madrugadas elaboraba mi trabajo. Sí, matar. No te comento más sobre este tema doloroso, en el que tuve que usar mis artimañas para persuadir de que te tocara, de que te mirara….de que tocara. Como comprenderás ahora que tienes estas cartas en mano el sufrimiento y la pena brotaban cada amanecer hasta que ustedes, mis hijos se fueran acostar, hasta que ustedes supieran danzar con el viento. Qué me dices que no pueda saber madre, me digo en estos instantes. Mi cuerpo cimbra cuando palpo su letra, parece estar presiente ¡Uhmm¡ ese olor de su persona. Y ¡chas¡ una puerta de la casa se ha cerrado bruscamente, permanezco inmóvil, intacta en el tiempo. Me levanto del sillón y dejo las cartas sobra la mesilla. Voy de nuevo a la ventana, a esa ventana donde la pardela picoteaba…



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¡Ann¡ ¡Ann¡ ya nos vamos, ven con tus hermanos. La noche renacía con el agolpar de gente en las callas. Hogueras impregnando de olor a quemado toda la ciudad, toda la isla ¡Uhmm¡ ahora lo rememoro, no sé porqué ese día. Sería debido a las fuerzas negativas evaporadas al son de las chispeantes hogueras y los cantos y los bailes. El tiempo…el tiempo, un tiempo que se detiene y ralentizo para acomodarme como una película amena en mi butaca de los recuerdos. Salíamos cuando ya no quedaba nadie en la casa. Antes de la una, cuando todo hubiera terminado teníamos que retornar…por eso de la dictadura. Sí, vivíamos en una dictadura. Yo no me daba cuenta o mis protectores, mis padres como tantas otras cosas más no quisieron que nos diéramos cuenta. Habían ganado ellos la guerra en el mismo hueco donde todas las almas se mueven. Ya los años se iban yendo. En el colegio no se nombraba, solo una canción que en aquella época no sabíamos exactamente su significado. Ahora me muevo, miro el exterior, todavía nadie solo, los fantasmas del ayer y porqué no del hoy. Nos balanceamos en un país libre, asqueados por esta peste que nos hace nubes disueltas bajo los precipicios. La pardela no viene a picotear mi ventana, la pardela ha hallado su lugar, la pardela vuela y vuela atada a sus sentidos. Y yo, yo me pierdo en el pasado, en el hoy. Un mestizaje donde el dolor viene con otro disfraz. Todos agarrados de la mano, con cestas donde llevábamos todo lo que habría que quemarse, envolverse en cenizas, caer en la nada. La playa ya estaba llena de personas, personas ajenas a nuestro conocimiento. Madre y padre saludaba a todos, desconocidos que en sus miradas chispeantes reflejaban la alegría de esa noche. El día se nubla, esta primavera anuncia lluvia a igual que aquel verano…lluvia y viento, viento y lluvia. Regreso al sillón donde las cartas y la escritura de mi madre me da una sensación de calma, de paz y ¡Chas¡ otra puerta se cierra brutalmente. No entiendo el por qué, me levanto y me dirijo de donde el estruendo a nacido. ..Miro las paredes de mi casa, necesitan una mano de pintura. Ahora sola, sin salir por qué no. Descubro cierta mancha extraña, mis ojos no alcanzan a descifrarla…



15

Donde los sueños emergen en la oscuridad, estoy en mi habitación. Observo mi cama y ahí está ella y ahí está el. Una muerte temprana se la llevo. Su rostros es hermoso, con la luz azul de la ida. Parece relajada, tranquila. Intento acercarme y una fuerza extraña me impide el paso. No, no hay miedo. Es su alma que ha regresado, pienso,  de tanto y tanto evocarla. Madre, digo. Te fuiste cuando las luces de un otoño caminaba por una ciudad gastada, cansada a igual que tu. Te fuiste cuando la lluvia era presura frente a las hojas muertas en las aceras. Ahora, estás aquí, te veo bien. Igual que aquel último día cuando llegamos a la casa y tu cuerpo tendido en el suelo con los ojos cerrados. Sí, con  los ojos cerrados. No quisiste da una impresión atemorizante si no más bien serena. El también, padre. A él no lo vimos en su fallecimiento. Pero ahora comprendo, estáis juntos donde los astros manejan los hilos de este mundo. Pero, madre que bien te veo. Escucho una canción, el manojo de rosas, que tanto a ti y a padre le gustaban. Miro como vuestros cuerpos se levantan, es una sensación anómala, extraña la que siento. De repente un frío vertiginoso pasa por mi garganta para luego veros juntos, en un submundo sibilino de los muertos ¡Ah¡ por cualquiera de las esquinas que anduviéramos las hogueras eran fuente de alegría , de saltos en danzas enhebrando la cordialidad. Llegábamos a la playa y dejábamos lo que habíamos traídas, allí, muchos amigos de padre y madre y nuestros también. Montábamos el chiringuito y todos en ese antesala de la festividad a comer a espera de la medianoche. Hogueras con siluetas animadas desplazándose a razón de la brisa. Hogueras donde todos los trastos iban cayendo. Alguna que otra lanzaba una frase o una oración cual significado no llegaba a mis oídos , como si fuera un exorcismo de toda negatividad, de todo mal. Yo preguntaba a madre y ella siempre decía estarán canturreando. Ahí, frente a mi dos cuerpos transparentes de energía azul, me miran, sonríen, se acercan y sus brazos se alargan hasta posarlo en mi hombro. No, no hay temor, solo una dulce calidez ante lo gélido. La pardela acecha, picotea ahora la ventana de mi habitación. Está ahí, pasiva, mirando en su toc-toc…



16

Bajo este techo, sus almas se evanecen en medio de mi nada…de mi nada ¡ah¡ qué pareja tan dichosa. Y, yo, sin embargo soy barca de mareas insondables, intangibles, intocables. Son muchos años y la nada , mi nada, se acurruca sobre mi espaldas. Estamos en la nueva normalidad, una normalidad que no me convence, exigiéndome cada pisada dada. Salgo de la habitación donde la pardela picotea sin cesar, donde los espíritus de padre y madre se han ido pero han dejado su olor.  Un olor al ayer, un olor al hoy. Un olor sobrevolando cada rincón de estas paredes. Miro la mancha en el pasillo, parece de humedad. Tal vez haya traspasado alguna humedad de alguna tubería y no le doy importancia. La toco y es la nada…mi nada. El teléfono posee tela de arañas ante tanto silencio. La pardela, en el cuarto que duermo, picoteando. Es lo único que se escucha aparta, el rumiar del océano.  Vuelvo a la azotea y recojo mis sábanas blancas, sábanas donde me tenderé para el regocijo de mi memoria. Ya estoy mayor pero, vital, los potentes latigazos de la existencias han enderezado mis sentidos. Madre, padre….padre, madre, estoy bien. Las hogueras se extinguen en la proximidad de la medianoche de la mano, vamos los cinco con un viento azul, con viento dorado hasta la casa. Todo callado, nos acostamos con los sueños de un mañana. No se escuchan padre, madre…madre, padre. Sí, los amor de ellos era impermeable a cualquier cuestión. Yo sin embargo, el amor es lento, es una espera contagiada por el vacío. Voy a la cocina y me hago otro café a la italiana. Regreso al salón y ahí esas cartas de madre ¡uhm¡ se nubla la jornada y un viento me lleva lejos…muy lejos. Más allá de la nada, del vacío. La pardela parece que se marcha. Me centro en esta esfera sacudida de turbulencias. Cierro los ojos con el aroma de madre en mis manos, con su caricia, con su querer. Estoy aquí, ya, ahora , contemplando embelesada el surgir de este mundo. La nada me da la mano, el vacío de los ojos de las gentes de esta tierra se desgarran, se oprimen y son fuga donde los sueños aparentan edificarse. Y me iré. Si me voy, salto donde las olas equilibran los caminos torcidos, donde el viento peina con su fuerza suprema, donde la pardela que picotea la ventana de mi cuarto me guíe por sendas donde el daño se evapore a medida que vamos madurando. Madre, padre…padre, madre…os quiero, os dejaré descansar, me quedo en ese noche donde la luna y el sol se miran como enamorados, como eviternos jardines de claveles, rosas de sus cimientos del amor.
FIN

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