martes, septiembre 11, 2018

Perdida...


Perdida en la plenitud de un boscaje con sombras de algunos rayos solares intentando penetrarlo hasta su húmeda tierra. Distraída en la belleza de esos instantes me arrime a un pequeño arroyuelo que todavía quedaba de las lluvias. Bebí de él. Un sabor inexpresable, ininteligible para aquellos que no se han arrodillado en la madre tierra, maltratada, asustada por la multitud de escombros, sobre ella, arrimados.  Pero allí la pureza de la laurisilva hacia un hueco en el ayer, en un ayer de milenario. Yo, solitaria, me levante, extendí mis brazos y tuve la visión de yeguas trotantes por las inmediaciones. Solas, vírgenes de las ataduras. Sentía sus pisadas, me aproximé a ellas. En coro, alrededor de una laguna danzaban a los relinchos de la libertad. En cierta manera comprendía. En cierta manera entendía su estado. Despacito me fui desnudando. Despacito me fui acercando. Despacito me entregue a esa manada de yeguas que seguían en la rutina de la danza en derredor del lago. Las imité, me dejaron. Cuando la tarde llegó, la oscuridad venía con su dejadez, con su emoción, con su sudor. Ellas se retiraron, se fueron a no sé dónde. Yo me quede alrededor del lago, seguía con aquella danza cautivadora, embriagadora del repaso de mi existencia. En el centro del lago de repente una llama se alzó, una llama que iluminó todo mi cuerpo, todos mis sentidos. Y comprendí, comprendo la dicha de la libertad por unos momentos que serán eviternos, comprendo la belleza de mis manos que arrastrados cadenas a lo largo de los años. Ahora,  entregada a mis criterios, al dulce aroma de mis pasos, al emocionante ritmo de las horas.

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