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Descuelgo. La forense me reclama,
me dice que hago en este lugar de las cumbres, del risco caído a estas horas.
Rompo en un silencio contundente y cuelgo. Ya en el pueblo busco un bar, son
las siete. Las siete de la mañana cuando el crepúsculo se cruza en el horizonte
con un sol recio …tanto, que mis ojos se
desvían. Un sol que dice que vendrán lluvias y lluvias en la jornada del hoy.
Yo, aquí, apoyada en la barra de un bar, los borrachines ya dan la nota. No
hago caso a las miradas, a las conversaciones que surge en este ambiente. Voy
al servicio. Con el secador de pared intento coger un poco de calor. Salgo.
Estoy en la parada y espero en este espacio que me caricia con el fulgor de su
atmósfera. Viene la guagua. La cojo. Yo sonámbula en un salón donde el risco
caído impregna todo mi olor. En este recorrido hablo con mi reconditez. Hablo
de mis sentimientos, de este corazón dividido entre la soledad y la muerte. Cae
por un momento mi asombra de como va aumentando la temperatura a medida que
descendemos, de como el paisaje va fraguando otro a medida que nos aproximamos
a la costa. Somos islas. Islas volcánicas, temblor. Y en esta miniatura nos
liamos con distintos climas. Solo movernos de un lugar a otro, no más. Este
microclima nos pondera como un lugar maravilloso, mágico. Lo que me ha costado a mi una noche se reduce
en media hora de viaje. Aquí estoy, en la urbe, pululante como cualquier día.
Llego a la estación , bajo del autobús y me encuentro sentado un hombre con su
perro guía. Lo observo, lo examino y me aproximo a él. A pesar de mi decaimiento, de este frío que palidece
mis carnes voy hacia él. Lo saludo, me reconoce. Entablamos una conversación
donde lo insignificante toma relevancia. Me dice que espere, hasta que el
transporte llegue. Y espero en medio de mis cavilaciones, de una conversación
envuelta en la nada. Se marcha. Retorno a mi casa. El móvil suena de nuevo y no
lo cojo. Dejo que mis sentidos se esparzan en mi esta actitud mía, solo mía.
Abro la puerta y el olor a ella se incrusta en mi cuerpo…en mi cuerpo húmedo. Ella,
en esa habitación de paredes blancas y suelo gris. Sus restos brotan como una
acogida, como una sombra que me protege en estos instante. Voy a la ducha directamente. Abro el grifo y me
desnuda. Me miro en el espejo, en ese espejo que recorre cada día mío, cada día
de ella. Mis labios cuarteados reflejan mi sed, el frío que he sentido. Uhm,
pero su olor. ….si, su olor me agazapa
en valentía, en entereza. El vapor del agua caliente turbia el espejo. Me meto
en la ducha y dejo que corra y corra como las libres de cualquier prejuicio..
Salgo, voy al salón restaurada con un albornoz puesto. Miro la foto que tengo
encima del piano. Su sonrisa, su perrita. Me siento orgullosa de todo lo
realizado, de sus cuidados. Todos tenemos que marcharnos de esta ínfima esfera
y navegar como almas alentadas por un suspiro en otra dimensión, en otro cuerpo…que
no es tu cuerpo, pero posee todas las características de tu personalidad. Sí,
renacer después de la muerte en ese intervalo intermedio donde el vacío
transfiere una luz que no vemos. Y me pregunto, donde están los seres queridos
que se han ido de mi esta existencia mía. Amores fallecidos, enterrados en
tumbas donde una flor seca llora en la añoranza. Sí, ese pesar de que algo
falta, el aliento de los ánimos para aventar los días. Habitación cero, ahí
estás tu. Una habitación de paredes blancas y suelo gris. Espérame donde el
auge de ese viejo ficus me nombre, donde los cipreses embelesados en cada
duelo, en cada dolor me acogerán en la propagación de las estaciones. Insiste
el teléfono.
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