Y llueve. En una esquina, una
mujer con un cigarrillo entre los labios, una mujer con su mirada con sus
párpados cerrados dejando que cada gota le humedezca para poro de su piel.
Tiene en su mente la sabiduría de la brisa que ahora débil le transmite deseos
de volar. Abre los ojos y mira la humedad de las calles. Comienza a caminar. La
lluvia se detiene, desaparece a medida que las cenizas nubes se evaporan. Se
siente feliz. Sí, feliz. No sabe por qué. Será ese aroma a naturaleza mojada
que brinda frescura a su visión, a sus pasos, a la fragancia que percibe sus
sentidos. Paulatinamente progresa en su andar y se introduce en un sendero que
la lleva por una cama de hojas que ha de pisar. Palmerales representan su
inquietud, su cavilar a través de estas tierras. Sin más sus huellas se hacen
con un desierto de dunas que abogan a un océano que eviterno la llama, la llama
con la brisa del céfiro como parte de él
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