Retorna al hallazgo de rocas
negras que el mar traga en la espesura de las estrellas. Mira el horizonte, ese
cielo que oscuro con las velas encendidas al ritmo que rumor de las olas la
invitan a ser parte de él. Esta sola. Sola y la naturaleza. La naturaleza y
ella. Soñaba despierta con el letargo de la isla. Se le hacía pequeña y quería
ir más allá. Más allá del oleaje sereno que había esa noche. Ahí había una
pequeña barca. Una barca que la invitaba a navegar por ese manto oscuro mecida
por sus sueños. Cuando se halló lejos de la costa, en ese punto donde solo la
brisa entona una canción, se detuvo. No quiso ausentarse más de la isla. Tiró
los remos. Y allí se quedo con el respirar hondo que llega al alma.
Ella: Aquí estoy. Aquí
estamos. Mi espíritu y yo. En medio de la paz. Del incansable ronronear de las
mareas. Acunada por olillas de tersas espumas blancas que me dan cierto aliento
para seguir. Para seguir en esta vida.
Cachalote: Sí, estás aquí. En
mezcolanza con las estrellas marinas y los astros que abogan por
ese tiempo perdido en tu vida. Vienes a recuperarlo con la luces de la
atmósfera que suavemente muerden tu conciencia.
Ella: Tú que me hablas. Dime que
será de mi destino. Un destino incierto que se condena al silencio de mis
manos, de mis ojos, de mis caricias por este mundo.
Cachalote: El que tu
marques. La espera ha sido muy larga, muy larga. Y caes bajo la gravedad de
tormentas sobre tus sienes. No has completado tu ser en esta vida. Te falta
amar, amar ¡Ay de ese amor¡ No te atreves, no se atreve. El temor es causa que
te abstiene a ser mujer libre de las cadenas que presan tus venas.
Ella: Sí ¿Cómo decírselo? ¿Cómo hablar
para que mis palabras no sean signo de negatividad sino una fuente por la que
corre libremente el agua que he de beber?
Cachalote: Déjalo venir. Todo viene. A un
paso lento que es fuego que alumbrará tu corazón. Regresa a la orilla. Aquí
sola, aislada no tienes nada que hacer. Solo disfrutar de la madre naturaleza
cuando todos duermen. Vendrá. Seguro. Con sus caricias y besos, con sus
palabras y silencios.
Deja la barca.
Bucea y nada hasta la orilla. Allí se extiende desnuda con solo el abrigo de
las rocas. Se sienta y mira el firmamento. En su travesía los astros se han
evaporado y aparece el broncíneo del amanecer. Los observa y se siente dichosa.
Que cambiante es el reino natural. Es bello. Es hermoso. Es lindo. Se mira a
sus manos. Manos vacías a lo largo de los años. Y una lágrima cae sobre ellas.
Quema. Sus sensaciones son extrañas. Todo sigue igual. Pero ha rejuvenecido su
alma. La pesadez de su cuerpo se levanta y se aproxima al acantilado. Quiere
escalar. Sí subir a lo más alto. Y lo hace. Sangra pero lo logra. Consigue esa
cima en la que se ve toda la ínsula. El mar, las olas, las rocas, el amanecer.
La soledad.
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