miércoles, agosto 17, 2016

Corres...

Corres y corres. Te eriges sobre un arco cenizo. Deseas ser aliento del ambiente que te rodea. Pero, incapaz, te hundes en ciénagas donde se estremecen tus huesos, tus ojos. Corres y corres con el fin de espaciar cada rito del grito a la oquedad del callar de tus paredes. Un quejido en la lejanía, un desorden que te presta el destino y tú no quieres entregarte. Miras la rueda que se erigen al norte. Sí, allí, donde las montañas se cubren de un verde brioso a tu mirada. Corres y corres. Te adentras en la espesura de su hermosura, de su lindeza. Te ves reflejada en un arroyuelo. Arrugas de una vejez precoz, canas del daño que se anticipado antes de tus vuelos sublimes, efímeros bajo la orden de la libertad. Luchas, otra vez el tintineo de tu corazón, de tu alma que se vuelve azul. Sí, azul en el equilibrio madre naturaleza y tu. Corres y corres hacia el pico más alto. Allí, alzas tus brazos, tus ojos y observas el devenir del mañana. Coges una piedra y escribes en el aire que te rodea tus propósitos. Un pinzón azul se te acerca, se te arrima con el cariz de la belleza. Os miráis y con la lentitud de la caída del día eleváis vuestro cuerpo más allá del mar de nubes. Ahí está el don de la vida, el don de las preciosas posturas del anochecer. Las constelaciones te guían, te hablan…dicen de un paraje más allá de tu ser vetado, de un lugar donde la esencia de nuestro yo se mece con el ronronear de la  verdad. 


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