Un lirio, dos lirios, tres lirios….ya no sé cuantos lirios
pegaban en mi puerta cada vez que iba cuando el timbre sonaba. La nada cercaba
mis dudas. Todos los días cuando el despertar me embriagaba de un sueño pasado
sonaba y yo somnolienta iba a la puerta. La abría sin mirar quien y estaba el
lirio. No sé a qué se refería esta existencia incierta con poner esa flor para
mi despertar cuando las primeras filigranas solares incidían en mi ventana. Me
asomaba con la avidez del interrogante al balcón, un balcón de geranios rojos,
blancos…, y se hacia el vacío y me condicionaba más a la duda. Sería la memoria de algún amor, de alguna
amistad ausente en los años, en el paso de los años. Cogía al lirio y lo mecía
en mi pecho, mi pecho desnudo ante la amplitud del bochorno de las jornadas
veraniegas. Un día, no recuerdo bien, un lirio negro apareció en mi puerta, no
habían tocado. Iba yo a salir, a absorber de la atmósfera que envolvía esta
ciudad. Extraño…muy extraño. Cuando caminaba por las aceras gastadas y sucias
un cuervo se poso en mi hombro. No sé…no sé si el miedo hizo temblar mis pilares
o el asombro conquistaba estremeciendo todos en mis sentidos. Calles
solidarias, era temprano, sombreando un auto fúnebre en dirección al cementerio
más próximo ¿Quién será? ¿Quién será? El cuervo, el lirio negro, el sonido
inexistente de mi puerta me hacía temer, me provocaba un verdadero delirio de
que tal vez aquel féretro en su auto fúnebre no más que fuera lirios, una
esperanza ida, una muerte precoz de ojos desconocidos. Ahora era el nada más,
se callaron los lirios, se eclipsaron esas búsquedas de cada mañana allá en el balcón
donde geranios rojos, blancos me acompañaban.
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