El callar emerge cuando el amanecer va al encuentro de ella.
Sí, ella, la de paso vertiginoso por las aceras grises de una ciudad dormida.
La acompañan sus emociones, sus deseos, sus sueños, el rogar cotidiano de un
halito de aire para poder continuar. Se
ve sumisa a sus movimientos indeterminados,
desquitado de toda amenaza del parar. Hoy luce su cabellera azul, sus
manos azules donde algún anillo se perdió en el ayer. El todo se ha puesto como ropa, el todo de
sus esperanzas. Llega a donde quería, caracolas lanzan sus gritos al viento
pausado, tranquilo. Es invierno. La
playa, vacía. Continúa en la orilla dejando un rastro efímero de sus pisadas. Hace frío.
Hace poco dieron las campanadas de un nuevo año. Se sienta en la orilla y deja que el oleaje calmo con sus
espumas blancas la acaricie. Toma conciencia del ayer, de ese ayer de unas
horas. Todo es relativo. Se desabrocha
uno en uno los botones de su camisa, de sus pantalones vaqueros. El primer baño
del año. Se pone sus gafas de natación y adelante. Nada y nada hasta una barra próxima
a la playa, la playa vacía. Allí se
queda por un rato, le da igual lo gélido de la atmósfera. Saluda a las ballenas
y las gaviotas doradas del amanecer. Se siente amiga de ellas. Simplemente la
vida, la vida de la madre tierra. De
nuevo se zambulle, regresa a la orilla. La playa vacía, y su ropa donde la
dejó, húmeda. Se viste y continua con su paso hacía su casa. Abre la puerta.
Silencio. Se ha traído una caracola y se la pone en el oído. Estallan en ella
la voluntad del puede ser…puede ser que mi abrazo conmigo misma sea erupción de
nuevos sentimientos, de una nueva lucha en el callar.
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