miércoles, enero 31, 2018

Bartolomeu




Recuerdo aquella noche. Sí, había quedado con Joan para dejar un trabajo en la oficina…tarde, muy tarde. Era costumbre en la empresa que trabajábamos realizar labores en la oscuridad del nocturno para el día siguiente.  Cerré la puerta de mi casa precisando su buena clausura ante cualquier malhechor pudiera entrar. Entonces vivía en una casa terrera con jardín…sí, con jardín.  Saqué el coche del garaje y con el invierno con sus alfileres danzantes sobre el asfalto y mi auto me dirigí a la empresa. Joan siempre era puntual y yo también. Llegué torpe por el granizar a la puerta donde se aloja su techo, el, me estaba esperando húmedo en la acera. Recto, estático, con los bucles de su cabello decaído por el tiempo, con su nariz corva exhalando vapor. Se subió al coche.  Buenas noches Anne, me dijo y un beso en la mejilla corrió por sus tersos labios. Éramos como hermanos se podría decir. Por qué no. La sangre no determina el agrado y el cariño hacia las personas.  Continuamos por una larga carretera sin farolas hasta el periódico, estaba a las afueras de la ciudad donde el exuberante olor a monte era penetrante. Llegamos. Dos o tres luces encendidas como siempre a esas horas, las suficientes para un trabajo a esas horas.  Nos abrió la puerta Bartolomeu, el guardián ¡Ay bartolomeu¡ escurridizo, atento, sin palabras pero con los pensamientos fijos en la reconditez de cada persona. No dijo nada y pasamos. Lo encontré algo disgustados pero no le di importancia. Cuando entramos en la oficina nuestro director estaba de un humor de perros, irascible, desafiante. “ A ver que es estos”,  me arrancó los papeles de la mano  sin pedir permiso. Con su mirada desorbitada los miró y luego dijo que nos largásemos a ambos. Un muro de hielo se interpuso entre nuestro jefe y nosotros. Hundidos nos fuimos, nadando en un cavilar que nos hacia un interrogatorio aplastante del por qué, del por qué de ese cambio.  Y de nuevo el volante, de nuevo el girar y el girar por la serpenteante carretera. Esa noche nos parecía infinita, gélida, hermética. De repente una imagen se interpuso en nuestro camino. Una imagen extraña para las horas que eran ¿Quién sería? Mientras esa masa humana se aproximaba la fuimos reconociendo. A casa paso su estatura aumentaba,  se ensanchaba. Joan me dijo con un fuerte cimbrar de su voz que arrancará. No podía, la figura se parecía a bartolomeu pero demacrado, distorsionado, desastrado. El miedo me invadió con sus colmillos y no lograba poner el coche en marcha, estaba paralizada, ida. De repente el coche comenzó a dar vueltas sobre sí mismo. Perdimos la noción del tiempo, es como si hubiéramos penetrado en un túnel de remolinos. Una fuerza rara nos hacía girar y girar . No teníamos conciencia de lo que estaba sucediendo.  Cuando se detuvo y visionamos lo de afuera el temor de manera vertiginosa creció. No reconocíamos el lugar, como si nos hubiésemos trasladado a un bosque milenario.  La carretera no existía, no podíamos arrancar. Solo el humeante aroma de la humedad, de hojas podridas, de unos pasos que de nuevo se aproximaban. Nos quedamos en el coche, mi reloj marcaba que ya era hora de despertar, que el sol tenía que haber nacido. Todo negro en la profundidad de una noche alargada en el miedo. Joan me dio la mano y me miró y salimos del automóvil. Un aguacero nos persuadió de los ruidos de aquel boscaje. Caminamos y caminamos como si estuviéramos en un cementerio. La nada hacía acto de presencia. Bartolomeu había desaparecido como nosotros en otro mundo, en otra dimensión ajena a la cotidianidad. Solo las horas estáticas nos diría donde estábamos. Perdidos, indecisos, desorientados. La sed nos vino y nos vimos arrodillados en uno de los arroyuelos que atravesaba esa espesura indefinible, interminable.  Caminamos y caminamos por ese paraje huido de la destrucción, de la devastación de las garras humanas. Entonces, escuchamos un grito. Un grito a una voz familiar. Bartolomeu. Nos estremecimos, un cierto sudor nos asfixiaba y  fuimos de nuevo al encuentro del coche. Nos metimos dentro.  Se acercaba como bestia dolida, herida. El auto otra vez comenzó a girar y girar sobre sí mismo. Cuando se detuvo nos encontramos en la carretera. Ya era de día y un sol trepidante y fiero atizaba nuestros ojos cansados. Llegamos a mi casa, pasamos, nos sentamos cada uno en un sillón tapizado de flores amarillas. Nos miramos, tristes, apesadumbrados, agarrados en el despido. Sí, recuerdo perfectamente aquella mañana. Una mañana de donde brotó un nuevo sueño, un nuevo empecinamiento tras lo sucedido. No he vuelto más a ver a Bartolomeu ¿Qué será de él? Y qué motivó en nuestras vidas, este cambio.

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