Salgo precipitadamente, en mi maleta no más que cosas útiles
para este espeso y triste viaje. Me enteré así, por medio de un correo lejano e
intenso donde las lágrimas eran desparramadas a medida que lo leía. Mi amiga,
mi única amiga había fallecido. Cogí un taxi hasta el aeropuerto, un aeropuerto
aglomerado de figuras bailantes a son de sus vuelos. Mi vuelo se hacía tardío
mientras tomaba como de costumbre mi café. Partir a eso de la cinco de la
tarde, tres horas de distancia, tres horas para aliviar mi último beso. Me senté junto a la ventanilla, un cielo
acumulado de nubes me impedía ver esta azul esfera. A medida que el aterrizaje
se aproximaba mis manos sudaban dolor, nerviosismo. Otro aeropuerto, otra
espera del metro que me llevaría a esa gigantesca ciudad. Busqué en el móvil el
lugar del velatorio, un sitio lejano del circular de la mundana urbe. No me imaginaba
que mi amiga viviera tan lejos….tan lejos de los pilares de cemento y asfalto,
en un pueblo lejano, casi deshabitado. Llegué como perdida, con el aroma de las
brutas arboledas en un monte donde las pisadas se hacen huecas para personas
ajenas a la naturaleza. Entre en una casa, una casa donde el olor a estiércol y
a queso amenizaba el ambiente, una atmósfera rara, una hábitat revolviendo mi estómago.
Me enderecé y observada por trajes negros entre donde ella estaba. Un balanceo de
cansancio sucedía en mi pero, tenía que ser vertical, besar esa frente remota
de mi existencia. No lo entiendo, me pregunté. Pasa la vida y la sombra oscura
de la muerte danza con sus alfileres y antorchas a nuestro derredor. Cuatro hombres de negro también entraron donde ella
estaba y yo, subieron el ataúd a su hombros y descubierto avanzaron al exterior
de aquella vieja casa. Mi compresión se hizo más difícil. Se fueron y dejaron
el ataúd destapado ante lo que supongo que era su casa ¡Qué hacer¡ Grite que
volvieran una y otra vez, se giraron. No, respondieron. Ya los lobos se
encargarán de ella. Estremecimiento absoluto, temor vertiginoso en el manar de
mi temblor ¿Qué lobos?, grité y grité de nuevo de rodillas, al lado del cuerpo
inerte y pálido de mi amiga. Se aproximó un joven de negro en un carro, me miro
con sus ojos azules, con sus ojos grises, con sus ojos verdes, no…no lo sé. Lo
que dicen es cierto, ella ya no existe, así se confundirán y esta noche de
verano y calor podremos dormir tranquilos con nuestro ganado, dijo el chico
pasivo ¡Qué horror¡ Terrible sucesos transcurrían y yo estática no sabía qué
hacer, sola, con una brisa insultante saqué su cuerpo y me puse ante su vieja
casa a cavar y cavar. No me reconocía, no era yo, sino una fuerza de la
reconditez la que me llevó hacer una fosa y echar su cuerpo. Ya no había
llantos, ni pena….la desesperación de cubrirla de esa tierra podía más. Un
aullido, dos aullidos, tres aullidos etc. No sé…no sé cómo pude depositar
grandes piedras en su tumba para que ellos no escarbarán. Y me encerré hasta el
amanecer. Salí de allí despacio, insegura, con la lentitud de lo grotesco. No
había nadie, llamé con celeridad un taxi. Cuando llegué al aeropuerto de nuevo
me di cuenta que había dejado mi equipaje y que la fosa cavada estaba vacía.
Qué hacer, me pregunté. Tal vez ella lo quería así, morir en medio de la
cultura y costumbres de un pueblo ajena para nuestro entender.
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