No hay espera, es extraño el auge que toma este viaje a
medida que curva tras curva se asoma un viejo acantilado. Parece precipitarse.
Se detiene y en el asombro del temor elevamos los ojos a la maravilla natural
del océano. Todo es silencio, las palabras son capturadas por algún cernícalo
pasajero, fugaz al encuentro del objetivo. Estas anciana carretera serpenteante
en el abismo nos da cierto hormigueo, cierta excitación de si llegaremos o no.
El conductor da marcha atrás, lento, suave y continuamos en nuestro rumbo hasta
ese añejo pueblo que nos aguarda. Ahí debajo el mar nos acompaña, lejano y
cercano. Un cartel de bienvenida nos mira en nuestra proximidad y detrás casas
blancas con el rigor de una tarde de verano donde el callar de sus gentes hace
el viaje más hechizante. Hay hambre, ansias de bajar y tomar algo refrescante,
calmante del sudor para llegar a este lugar. Buscamos. Encontramos, un
bochinche donde las moscas bailan aturdidas al son del vino de la zona.
Comemos. Brindamos. Toca el paseo, playas salvajes escondidas en sus magmáticas
rocas. Ahora tocamos el océano. Sí, ese océano que nos parecía tan ausente, tan
inalterable, tan insondable. Está sereno. Son las cinco, las cinco de la tarde
y marea baja. No sé, se nos apetece quedarnos aquí. Contemplativos, embelesados
con el vaivén de las olillas. Hablamos con las miradas. Algún sitio habrá donde
pasar la noche. Una noche que vendrá sobre nosotros virginal, puro. Sí, si hay
espera. Mañana será el regreso mientras los instantes perfectos de estas horas
nos abrigarán con palabras mudas.
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