Giraba y giraba en torno a las hogueras extensas de su
cuerpo. Se mecía en sus pensamientos tras puertas vacías bajo un techo blanco,
muy blanco. La casa vacía solo muebles y muebles habitando su mirada. Se sentó
en una silla y con las manos en sus sienes buscó el por qué. De sus ojos
lágrimas. Unas lágrimas que arrastraban su pesadez en mirarse un espejo y
comprender que sus alas aun podían prender el vuelo. Un espejo sucio,
abandonado por la dejadez de los años. Se levantó, se miró pero no se reflejaba solo una neblina que lo
llevaba a otra dimensión. Con las yemas de sus dedos lo acarició. Y fue extraño
el suceso, y fue alegre lo que emanó de él: plateadas yeguas en el rigor de su
danza. Penetro a ese mundo donde un pasto verde nutria a estas. Corrió y corrió
con el juego de la hierba danzante por la brisa fuerte. No se cansaba, era la
vida. Vida que se entremezclaba con las sucesiones de sus huellas a ras de la
luna.
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